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London Calling: Brixton, esos locos del sur

Puede que entre los turistas y visitantes ocasionales resulte sorprendente, pero hubo un tiempo en el que asomarse a ciertas zonas de Londres suponía adentrarse en territorio hostil. No era simplemente una cuestión racial o de clase, más bien, lo que allí acontecía era una lucha entre esa urbe cosmopolita y moderna y aquella vieja villa industrial de pubs acogedores y cervezas tibias. Eso que hoy recibe de manera general el rimbombante nombre de gentrificación. El primer gran escenario de aquella guerra invisible sería el céntrico barrio de Covent Garden, centro del boom inmobiliario en los prósperos años sesenta, ciudad fantasma con la crisis que azotaría el país a mediados de la siguiente década.

Lo cuenta Julian Temple en el reciente documental de la BBC en el que, con la excusa del concierto que The Clash dieron el día de Año Nuevo de 1977, “celebra” el año en el que el punk estalló en las calles de la capital e Inglaterra se fue por el retrete. Al menos por un rato. La capacidad de reciclaje de esta ciudad merecería un tomo entero para los estudiosos del tema. Hoy Covent Garden luce elegante y aseado, enterrados por completo esos días en los que la tribu del imperdible convertían su mercado en lugar de peregrinaje cada fin de semana.

No obstante, hay una zona de la ciudad que, a pesar de los intentos, permanece prácticamente estática, olvidada por los tipos de traje y maletín. El sur, ese espacio difuso al otro lado del río, luce todavía con sus barrios grises y sus tipos de gabardina y bufanda. Con sus estudiantes en busca de pisos baratos y sus emigrantes en busca de esa oportunidad que no tuvieron en su país. Pasan los inquilinos, unas cuantos se quedan, los años transcurren sin grandes cambios. En el centro de aquel mapa olvidado, Brixton, recordado más por sus disturbios raciales de comienzos de los ochenta, que por esa ebullición diaria en el que los puestos de ropa de segunda mano se mezclan con los gritos de un vendedor de comida ambulante. Siguiendo los pasos de aquella pequeña aldea gala que resistía contra el ejército implacable del Imperio. En definitiva, a mil millas de distancia de cualquier tipo de plan de remodelación urbana o impulso cultural.

Pueden leer acerca de ello en Live At Brixton Academy, el libro editado la pasada temporada bajo la firma de Simon Parkes. Parkes, primer dueño de la mítica sala de conciertos, compró el Teatro Astoria en 1982 con la idea de convertirlo en referencia de aquellos artistas internacionales que pasaban por la capital. Como era de esperar, algunos le tomaron por loco. Durante esos días los promotores no querían saber de nada que estuviera más al sur del barrio de Chelsea. Lo que, a la larga, reducía las opciones a dos: el Hammersmith Odeon y el Royal Albert Hall. Esto es, escenarios de frac y champán, teatros reservados a megaestrellas y cantantes relamidos salidos del Top Of The Pops. Incluso el Roxy Club, cuartel general de aquella primera explosión punk situado en Covent Garden, había echado el telón apenas un par de años después de su inauguración, siguiendo los pasos del propio y efímero movimiento de la chupa de cuero.

A Parkes, con la escena rock todavía reticente tras los disturbios acontecidos en Brixton en 1981, no le quedó otro remedio que ejercer de anfitrión para la escena local. Esto es, el reggae. Durante los primeros meses el Brixton Academy programó cualquier tipo de banda o artista relacionado con la música negra y derivados que pasaba por Londres. Incluso grandes nombres del género como Isaac Hayes o Fela Kuti se dejaron caer por la sala, conscientes de que jugaban a favor dada la abundante población de origen caribeño o africano que llenaba -y sigue llenando- el barrio. No obstante, aquello no era suficiente para un tipo con grandes aspiraciones como Simon.

No era sólo que la escena negra estuviera condenada a permanecer en círculos minoritarios, con el consecuente riesgo que ello suponía para un negocio todavía en pañales como el Brixton Academy. En el fondo Parkes nunca se metió en esto por el dinero. O al menos esa nunca fue su principal fuente de inspiración. De origen distinguido, Parkes pudo terminar dirigiendo la muy lucrativa empresa familiar dedicada a las conservas de pescado. Él, seducido por el aguijón del rock, decidió a pesar de todo mudarse a la capital, donde los últimos coletazos del punk y la crisis económica cambiaban el paisaje de la ciudad. Esto explica que pudiera comprar el teatro por el irrisorio precio de una libra y un contrato de exclusividad a la hora de distribuir cerveza en la sala. Literalmente, nadie daba un duro por un sitio como ese.

Con el edificio medio en ruinas, amenazado por los caciques locales, aquellos primeros años están plagados de anécdotas e historias que dicen mucho de una industria que, más allá de lugares comunes, siempre pecó de conservadora y cortoplacista. Parkes, tozudo, con tacto para tratar con la fauna local, supo sobreponerse a intentos de atraco, avisos de bomba, amenazas de muerte y luchas entre mafias, mientras intentaba que los grandes promotores pusieran al fin sus ojos en aquella sala situada al sur de la ciudad. Lo logró al cabo del tiempo, aunque empleando la puerta de atrás.

Muy poco lo saben hoy en día, pero el Brixton Academy posee uno de los escenarios más amplios de todo el territorio británico. Algo especialmente útil para las megaestrellas, que encontraban allí un espacio asequible en el que ensayar las grandes producciones que más tarde desplegarían por los estadios norteamericanos. También para la reciente industria del videoclip, que, con el nacimiento de la MTV, comenzaba a convertirse en centro del negocio musical. Aquella estrategia ideada por Parkes y los suyos para abrir la sala al público blanco terminaría dando sus frutos y pronto las bandas de rock comenzarían a programar sus conciertos en el Academy. Una de las primeras, los propios The Clash, especialmente concienciados con la situación del barrio desde que firmaran la canción Guns of Brixton, incluida en el celebrado London Calling.

La historia de Parkes podría haber acabado aquí, satisfecho de haber colocado el Brixton Academy en el mapa musical londinense. Sin embargo, algo se cruzó en su camino. A comienzos de los noventa Inglaterra y medio mundo vivían una explosión del espíritu independiente. De la noche a la mañana el britpop, el hedonismo asociado a las raves, Madchester, los clubes nocturnos, el hip-hop, el grunge llegado desde el otro lado del Atlántico, parecían proclamar la llegada de una nueva cultura juvenil. Y en el centro de todo ello, el teatro de Brixton, demasiado joven como para dejar pasar la oportunidad. Carente de prejuicios, Parker proclama con orgullo haber sido el primero en programar una rave en un club o de dar cabida a esas bandas que, aunque todavía discretamente, aparecían en las páginas del NME. Esta apuesta por la música independiente tuvo tal éxito que el dueño del Academy se planteó dar un paso más y crear una festival en el que reunir a buena parte de esos nuevos nombres y, de paso, medir fuerzas con un peso pesado de la industria británica: Glastonbury.

Todo estaba preparado para el verano de 1994. En lo alto del cartel, Nirvana, la cara más reconocible de ese nuevo sonido que asomaba desde la gélida Seattle. Parkes tenía todas las de ganar. Hasta que, claro, la tragedia del 5 de Abril echaba todo abajo. Con Kurt Cobain bajo tierra gran parte de la inocencia de aquel movimiento se esfumaba. A la postre aquello sería el principio del fin para Parkes. El dueño del Academy terminaría vendiendo el negocio en 1995, cansado de ese nuevo paisaje en el que los tipos con corbatas y las empresas como Ticketmaster comenzaban a marcar la pauta. Malos tiempos para los nostálgicos de la vieja escuela. Al menos Parkes podrá contar a sus nietos que durante unos años convirtió una sala de conciertos medio en ruinas en algo más que un negocio. Más bien un escenario de batalla social, donde la música incómoda para el poder tenía por fin una casa, donde las tensiones raciales y de clase parecían disolverse, donde cualquier tipo con una buena idea tenía las puertas abiertas. Lección de oro para todo aquel que hoy en día se haga llamar promotor, programador o, simplemente, miembro de ese universo difuso llamado industria musical.

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