—¿Cuál es la canción más persistente que has escrito?
—¿Persistente?
—Ya sabes a qué me refiero. Como esos anuncios cantados que uno no se puede sacar de la cabeza.
—Oh, pepsis. Así se llaman.
—¿Por qué?
—Lo ignoro. Dicen que el primero fue escrito hace varios siglos por alguien llamado Pepsi. No vendo esas cosas. Una vez escribí una… -Duffy frunció el entrecejo, recordando-. Sólo pensarlo me estremece. Obsesión garantizada durante un mes. A mí me persiguió un año entero.
—Estás exagerando.
—Palabra de girl-scout, señor Reich. Se llamaba «Más tensión, dijo el tensor», y la escribí para aquella revista musical en que aparecía un matemático loco. Querían algo fastidioso y lo tuvieron. La gente se cansó tanto que al fin suprimieron la revista. Perdieron una fortuna.
—Oigámosla.
—No puedo hacerle eso a usted, señor Reich.
—Vamos, Duffy. Tengo mucha curiosidad.
—Se va a arrepentir.
—No será tanto.
—Muy bien, señor cabeza dura —dijo Duffy, y tiró del panel de agujeros—. Con esto me cobraré ese beso sin entrañas.
Los dedos y las palmas de la muchacha se movieron graciosamente sobre el panel. Una monótona melodía llenó la habitación con una agonizante e inolvidable trivialidad. Era la quinta esencia de todos los clisés melódicos escuchados por Reich. Cualquiera que fuese la cancioncita de que uno quisiera acordarse «Más tensión, dijo el tensor» venía, invariablemente, a la memoria. Duffy comenzó a cantar:
Ocho, señor; siete, señor;
seis, señor; cinco, señor;
cuatro, señor; tres, señor;
dos, señor; ¡uno!
Más tensión, dijo el tensor.
Más tensión, dijo el tensor.
Tensión, compresión,
y comienza la disensión.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Reich.
—Hay algunas tretas notables en esa melodía —dijo Duffy sin dejar de tocar—. ¿Ha advertido el compás que sigue a «uno»? Es una semicadencia. Hay otro compás luego de «disensión» que transforma el fin de la frase en otra semicadencia, así que la música nunca termina. Esos compases lo obligan a uno a dar vueltas. Tensión, compresión y comienza la disensión. Bis. Tensión, compresión…
Alfred Bester, El hombre demolido (The Demolished Man, 1953)
La música puede ser sencilla, compleja y engañosamente sencilla. A esta última categoría pertenecen muchas de esas canciones que asaltan la memoria (asaltar en el sentido de que se ponen a estorbar los procesos del lóbulo frontal con su cantinela) sin previo aviso, activados por los disparadores más insospechados, y resisten cualquier intento de olvidarlas conscientemente, sobre todo si tenemos enfrente unos apuntes en temporada de exámenes o un seminario particularmente farragoso.
La historia de la música popular está llena de canciones de ese estilo. Seguro que cada uno de vosotros tiene su favorita. Y casi con toda certeza ahora mismo (AHORA) estáis tarareando una de vuestras favoritas. Su cualidad principal es la persistencia. ¿Cómo se consigue? Nadie tiene el secreto de la canción perfecta, aunque algunos magos (pienso, en particular, en el dúo Lennon/McCartney y el paradigma de todas las canciones nananá, el She Loves You). Cierto es que existen técnicas para dar con un hit (tan sólo hay que sintonizar un rato Los 40 Principales), pero pocos los artistas capaces de sublimar calidad, inmediatez y atractivo en canciones que pasen al acervo popular, esas que se recordarán durante generaciones y que inspirarán a muchos otros artistas.
Por otra parte, también hay canciones insustanciales que, cualesquiera que sea la intención (y no vamos aquí a dejar de lado canciones obviamente comerciales; el mero entretenimiento es tan loable como el arte puro), consiguen con creces su objetivo de agradar y persistir en la memoria. Según el gusto musical pueden llegar a sonrojar, y a continuación nos encontraremos algunos ejemplos… que puede que agraden a más de uno y a más de dos. Reconozco que todas, pero absolutamente todas las que forman esta lista, han formado parte de esos momentos de comunión exaltada con amigos y cervezas en pistas de baile.
A continuación os presentamos una selección con algunas de las canciones más pegadizas, persistentes y enemigas de la concentración de la historia que usan una de las técnicas más primigenias de persistencia en la memoria. Sí, las llamamos canciones nananá, aunque bien podríamos haberlas bautizado yeahyeahyeah, parapapá o cualquier otra onomatopeya repetitiva. Os advertimos que pueden crear gusanos en vuestro cerebro con la capacidad de minar y arruinar vuestra concentración. Escuchadlas bajo vuestra cuenta y riesgo, y no utilicéis maquinaria pesada mientras se reproduce la lista.
Por desgracia, los Beatles siguen sin estar en Spotify, pero sus coetáneos Beach Boys influyeron tanto o más en el cuarteto de Liverpool como después estos, junto con los de California y el rey, Elvis Presley, en la fundación de la música pop. Barbara Ann es uno de esos himnos de la pureza del pop en su juventud, una juventud alegre y despreocupada, de amigos, playa y amores veraniegos. Oh, la dulce Barbara Ann, su primera sílaba repetida en una llamada sin fin.
Pero el pop se volvió adulto rápidamente, y una buena muestra es este Lola de The Kinks, una ambigua historia de amor con un travestí, basado en un encuentro real entre el mánager del grupo, Robert Wace y una bella negra en una discoteca del Soho. Bella que después se reveló como bello, aunque Wace estaba demasiado borracho, según les explicó al día siguiente, como para que le importase.
Y el pop y el rock maduraron casi de súbito con The Velvet Underground. Cuando aún lloramos la pérdida de Lou Reed hace apenas tres semanas, lo recordamos con el himno que humanizaba yonquis, prostitutas y travestis de la noche neoyorquina y hacía del rock literatura en mayúsculas, al mismo tiempo que entonaba el dududú más famoso de todos los tiempos.
De Nueva York a Detroit, la Iguana, Iggy Pop, hambriento de vida como el título del disco que aloja este The Passenger, ilustra la sensación de libertad recorriendo de cabo a rabo el metro de Berlín. Atentos a los coros y a la voz de David Bowie.
Fiebre del sábado noche desató la fiebre de las discotecas gracias, en buena parte, a la nueva orientación que los hermanos Gibb dieron a su grupo, del country folk a, bien, la música disco blanca. Convirtieron el falsete en su trademark y ya no supieron desembarazarse de él. ¿Quién no ha hecho el Travolta en la discoteca bajo el chillido trepanante del ah, ah, ah, ah, Staying Alive?
Iggy Pop está considerado padre del punk, que nació con certificado de defunción con Sex Pistols y dio pie a toda una plétora de artistas y tendencias. Dentro del post-punk más dulcificado estaban The Police y su principal compositor, Sting, quien supo combinar imagen, actitud y un talento melódico que facturó himnos intachables hasta mediados de los noventa. En su tercer trabajo imitó el balbuceo de los bebés en esta sencilla y efectiva canción sobre la incomunicación.
Entrando de pleno en el terreno del AOR, los austriacos Opus crearon este himno en directo del cual poco se puede decir, al igual que el grupo, más que ha sido testigo de muchas, muchas borracheras. Por qué este histriónico nananananá ha hecho historia hay que buscarlo en las propiedades moleculares de los glúcidos, y poco más.
Los escoceses Simple Minds son el epítome del batacazo. Con un pasado profundamente inquieto que los llevó del post-punk más primitivo a la New Wave pasando por el krautrock y el eurodance, la tontada del himno, B.S.O. de la película de John Hughes El club de los cinco, y cuya interpretación rechazó Brian Ferry, supuso para los chicos de Jim Kerr su único número uno en Estados Unidos y el principio del fin. Aun así, a ver quién es el guapo que no alza los brazos ante su coda final.
Quienes sí que supieron sacar oro de esos estribillos de algodón de azúcar fueron los suecos Roxette. El primer single que sacaron a nivel mundial, The Look, resumía perfectamente el pop narcisista de finales de los ochenta con un estribillo absolutamente irresistible. Su efectividad comercial queda fuera de toda duda.
Incluso bandas de culto como R.E.M., abanderados del college rock y conocidos por sus letras en ocasiones crípticas, no hacían ascos a utilizar el recurso de la onomatopeya para crear canciones tan positivas como la deliciosa Shiny Happy People, al alimón con la compatriota y cantante de B-52’s Kate Pierson, y los coros de la coda que todos, sin excepción, hemos entonado al final de una noche.
Esta lista es campo abonado para one hit bands como Crash Test Dummies. Los de Winnipeg, que aún siguen en activo pero fuera del radar, asombraron en 1993 con esta sencilla canción donde se describe, en apenas un par de versos, tres tristes (y truculentas) historias infantiles. Toda una demostración de eficacia.
Siguiendo la estela del rock duro mestizo, abanderado por Red Hot Chili Peppers y Rage Against the Machine, los ingleses Terrorvision legaron al mundo un segundo disco mucho más bailable y previsible que el de sus mentores. Sin embargo, Oblivion y su duadududúa consiguieron estropear muchas cervicales a mediados de los noventa. Y es que, reconozcámoslo, el estribillo es superinfeccioso.
Los noventa fueron una época muy alocada. Tras la fiebre Madchester, la música de baile se disparó en numerosas direcciones y tendencias que se sucedían unas a otras en oleadas imparables. De entre todas las canciones que rompieron pistas y radiofórmulas rescatamos este himno del scat, el Scatman del (veterano, por cierto) artista Scatman John. Sí, todo lo intrascendente y comercial que queráis, pero a ver quién le niega a Scatman John, nacido John Paul Larkin, el talento para facturar una canción repleta de influencias jazzísticas, raperas y houseras, y adaptarla a la habilidad de un cantante… tartamudo. De quitarse el sombrero.
Mientras tanto, el britpop sacaba pecho y orgullo con toda una explosión de canciones pop brillantes. Entre los destacados, los chicos de Brett Anderson que recientemente han visitado nuestro país. Aun tras la marcha de Bernard Buttler, Coming Up era un digno sucesos de Dog Man Star, y Beautiful Ones, una perfecta oda narcisista que, como no, no podía carecer de su estribillo fácilmente identificable y con la que el público puede comulgar en perfecta armonía.
Blur le dio la vuelta al recurso, y la onomatopeya se convirtió, más que en un singalong, en grito de guerra. La que, en mi opinión, fue la mejor época de Albarn, Coxon & Co., se adentraron en caminos más atrevidos cuyo resultado más reconocido (aunque no el mejor) es este Song 2, dos minutos de fuerza desatada.
Weezer es el prototipo de grupo prometedor que no ha sabido evolucionar. A pesar de la agudeza de Rivers Cuomo, el grupo no ha sabido desembarazarse del sambenito nerd ni de la impresión de ser unos Pixies de segunda. Sin embargo, nos ha dado un puñado de buenas canciones noise pop como este Island in the Sun, pegadiza a más no poder gracias a su estribillo sinuosos, que más de un publicitario supo sacar partido.
Otros que saben sacarle partido al recurso son los escoceses Franz Ferdinand. Su desparpajo a la hora de saquear el legado de Television y The Jam es legendario, como divertidos son sus conciertos. ¿Y quién puede resistirse a corear ese dudu, dururururú del Do You Want To y su mofa a los hipsters?
Young Folks fue, sin lugar a dudas, el éxito del 2006, el que todo el mundo silbaba. Y, ¿por qué dejar fuera de la lista este otro recurso, tan onomatopéyico como el nananá? El grupo sueco Peter Bjorn and John facturó una elegante melodía sobre una relación entre dos outsiders, plena de claroscuros, y que, por obra y gracia de un silbido en principio inquietante (esa clave menor no es para nada optimista) acabó como sintonía de cientos de anuncios y series. La paradoja del éxito.
El back to the basics del rock británico de la segunda mitad de la década pasada se podría subtitular, irónicamente, como rock etílico. Himnos de borrachera, toscos pero efectivos, que se repiten ad infinitum en la memoria, ideales para cuando los vapores de la cerveza no te permiten articular más de tres sílabas sin que se trabe la lengua. Chelsea Dagger, de The Fratellis, y el (no hase falta de desir más) Na Na Na Na Naa de los Kaiser Chiefs ilustran la entrada de la Wikipedia sobre esta tendencia del pop de las Islas.
Gracias a Brian Eno, los sucesores de U2 en el rock empalagoso de estadios, Coldplay, recuperaron buena parte del crédito perdido en X&Y con el memorable Viva La Vida. Y la canción que le da nombre, en la que se amaga un clímax que parece no llegar nunca, contiene el estribillo más reconocido y más cantado de los últimos años. Eso, sin contar las celebraciones del Barça, y eso que fueron unas cuantas.
Como hemos visto anteriormente, la electrónica también adopta este recurso. Cuando se aplica sin aturullar el personal, se obtienen resultados tan elegantes y tan adictivos como este Oh! del trío de dance-punk We Have Band.
Poco antes de su separación, los de New Jersey My Chemical Romance dejaron este bonito cadáver, un infeccioso Na Na Na urgente y directo.
No podemos acabar esta lista sin acudir a esas canciones que, si bien no pertenecen al ámbito al que estamos acostumbrados en esta página, hey, ¿quién no ha pensado en ellas mientras escuchaba la lista? Venga, reconozcámoslo: a todos nos encanta el petardeo cuando la sesión llega a su fin. Y Cher es todo un icono a nuestros ojos.
Y cerrando el círculo, volvemos a la canción nananá que más define este país, y perfecto broche que enlaza de nuevo con la década de partida de esta lista. Así que un os quiero ver a todos entonando el La, La, La catódico y eurovisivo de Massiel.
Si habéis resistido hasta aquí y aún sois dueños de cierta capacidad de concentración… ¡Bah, no lo creo! Disfrutad de un buen estribillo, que siempre es un gran recurso para tardes aburridas y sesiones de estudio frustradas.