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London Calling: John Murry, la última esperanza americana

La historia se repite. Artista consumido por sus adicciones que encuentra en la música una vía de escape. De no ser por su parentesco con el escritor William Faulkner, la biografia de John Murry no se alejaría mucho de la de unos cuantos compañeros de profesión. Con su cuerpo espigado y su nariz de perfil aguileño, Murry parece a simple vista un tipo sin presencia escénica. Una interrogación que ha visto como en los últimos meses su álbum de debut, The Graceless Age, se reeeditaba en Europa y Estados Unidos tras ver la luz el año pasado en Australia y Nueva Zelanda.

Es ahora, con su disco al alcance de la mano, cuando poco a poco el boca a boca ha lanzado a este músico de Mississippi a la carretera. Un viaje con el que Murry pretende exorcisar sus demonios interiores, esos que plasma en cada una de las diez canciones que conforman su primer larga duración.

Hace unos días un centenar de personas lo pudieron comprobar en el Bush Hall, escenario situado al oeste de Londres, en el que el músico recaló dentro de una gira europea que le ha llevado también por Holanda o Noruega. El reto: trasladar a las tablas la furia guitarrera de un Murry que no se anda con medias tintas. Su rebeldía a ratos recuerda a los caminos más polvorientos del sur de Estados Unidos para, al instante siguiente, cabalgar a lomos de la distorsión y el fuzz. Como si My Bloody Valentine y Neil Young se hubieran encontrado en una taberna del estado de Alabama.

Para encontrar las raíces de ese sonido hay que trasladarse a 2006, año en el que Bob Frank, veterano artista de Memphis, editaba World Without End, colección de canciones de tono funerario en la que encontrábamos por primera vez el nombre de John Murry. La colaboración sirvió de acicate para el joven músico, que dos años después ya tenía a un nuevo compañero de viaje con el que grabar composiciones de su puño y letra. Tim Mooney, batería de los inclasificables American Music Club, hizo durante ese tiempo de guía musical de un Murry que, aunque lleno de talento, carecía de un camino artístico que trazar.

Por desgracia, Mooney nunca vería triunfar a su pupilo. Fallecido el pasado año, en su honor Murry lleva escrito el nombre de Tim en su guitarra. Otro fantasma del pasado que quemar. Otro recuerdo que dejar atrás a base de acordes a quemarropa y letras que se balancean entra la vida y la muerte. Siempre la tragedia. Esa que tiñe buena parte de los textos del compositor. Un dolor que va más allá del papel y traspasa la garganta de Murry. Un tipo capaz de devolvernos a la memoría la crudeza emocional del recientemente fallecido Jason Molina. O el sentimiento interpretativo de Jeff Buckley, de cuyo debut se cumplen ahora dos décadas. Un explosión de energía que, lejos de caer en la autocomplacencia, se muestra audaz y valiente.

Ahora que Wilco, reyes de la experimentación de cuño americano durante más de una década, parecen haberse acomodado, no son pocos los que vienen empujando desde abajo. Sin ir más lejos Matthew E. White, a quien también pudimos ver hace unos días en Londres, y que con su collage soul ha despertado las esperanzas de más de uno. O Hiss Golden Messenger, otro de esos jóvenes artistas inclasificables que pueblan el territorio estadounidense. La lista, todavía por escribir, daría para horas y horas de discusión. Lo que parece fuera de duda es que, con su álbum de debut, John Murry ha tomado posiciones en este grupo de versos libres de la Americana.

A pesar de su falta de empatía sobre el escenario. A pesar de una inseguridad que se deja notar en cada uno de sus giros. Una fragilidad que parece desvanecerse en cuanto el artista se lanza de cabeza a la canción. Es allí, metido en faena, cuando Murry se regodea en el sufrimiento, mantiene el pulso con su propia biografía, convertida en compañera inseparable de su música. Poco importa que interprete el soul agerrido de Penny Nails en clave kraut-rock o que The Ballad of Pijama Kid suene más familiar de lo que ya era originariamente. En el centro siempre queda un músico sincero, soleado a ratos (California), entre tinieblas la mayor parte de las veces (¿No te da ganas de reír, Señor Malverde?). Brumas que se disipan cuando, a final de la velada, Murry se planta a solas con el piano para interpretar Little Colored Ballons, balada de tintes épicos en la que el artista entona uno de sus versos más crudos: “I know you don’t believe in magic, but nobody does anymore”. No queda magia, no, pero aún queda esperanza al otro lado del Atlántico.

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