Transcurren los días, se suceden los pésames y la ausencia de Chris Cornell, remitido el escalofrío inicial, sigue siendo igual de dura, aunque si cabe más inasumible. La impactante noticia sobre su muerte en Detroit, escasas horas después de su actuación al frente de Soundgarden, resultó tan chocante, tan inverosímil, que la sospecha de tratarse de un bulo insidiosamente difundido por las redes fue inevitable. Cuando su fallecimiento era un hecho, la incertidumbre derivó en dolor; tras revelarse el informe forense que confirma el suicidio, el trauma y la impotencia agravaron la herida. Más allá de encontrarse en mayor o menor posesión de sus facultades mentales debido a los ansiolíticos que tomaba, la cruda realidad es que él, voluntariamente, y solo en su habitación de hotel, se despidió del mundo, no pudo con él. La pena es infinita y las consecuencias, terribles.
Asusta pensar en la serie de descabezamientos que implica esta muerte. Una familia destrozada; la banda de su vida, sentenciada. Y el último movimiento que ha ofrecido el rock capacitado para marcar las entrañas y la manera de vivir de una generación, sin su principal motor. Desaparecidos Kurt Cobain y Andrew Wood, no hubo ningún líder de relevancia que hiciera tanto por que el hervidero de bandas que emergieron en Seattle en la segunda mitad de los 80’ comenzara a adquirir vuelo, notoriedad y, especialmente, nivel. Si hubo un caldo de cultivo propicio en esa bendita ciudad para que lo que se conoció como grunge eclosionara en los 90’s fue, entre muy pocos otros, por él. Se nos ha ido un motor de primer orden, un auténtico artífice, pero no sólo ello. También, a día de hoy, en el siglo XXI, el de las décadas sin nombre, se fue la principal esperanza.
Alice In Chains sin Layne Staley sobreviven de un modo tan digno como irremediablemente deslucido. Pearl Jam es una banda irresistible en directo, un clásico en vida, pero la desidia creativa que transmiten últimamente rebaja el entusiasmo y alimenta las dudas. Todo lo que giraba últimamente en torno a Soundgarden, en cambio, resultaba, estimulante e imprevisible: ese regreso en abril de 2010 con un concierto magnífico; su King Animal, un álbum irregular pero muy notable, con algunos de los mejores temas compuestos por un grupo de Seattle en lustros; la filtración de que un nuevo disco estaba completándose, con el justificadísimo anhelo de que podría ser, con mayor rodaje y compenetración entre ellos, si cabe aún más cohesionado y brillante que el anterior. Podemos añadir también, fuera del universo de su banda actual, la reactivación de otros proyectos como Audioslave o Temple Of The Dog y el encauzamiento de una carrera en solitario que parecía errática y desnortada a finales de década pasada.
Resultaba imposible, en fin, no emocionarse con él, no apostar por que, en este mundo de revivals ochenteros y nostalgias descafeinadas e inofensivas, cada vez más alérgico a la música incómoda y comprometida, el paladín de los 90’s sería el que fue: Chris Cornell, con su talento a borbotones, su espléndida madurez y su brújula impecablemente dirigida. El impacto se atenuará, seguiremos como buenamente podamos con nuestras vidas de fans ensoñadores, pero el vacío es definitivo e inconsolable. Sirva este repaso a su obra para certificarlo y lamentar que semejante despliegue tenga un fin tan abrupto. No nos aliviará, pero al menos recordaremos que a nuestro sufrimiento le sobra argumentos. Sirva también para homenajear todo lo maravilloso que este hombre ha ofrecido al mundo.
Todo empezó en 1984, cuando Cornell, con veinte años de edad, y acompañado del bajista Hiro Yamamoto y Kim Thayil, guitarrista, formó Soundgarden. Atrás quedó un fugaz paso por una banda de versiones y otra llamada The Shemps, además de un trabajo como ayudante de cocina. Durante los primeros años Cornell compaginó sus funciones como cantante y batería, hasta que la llegada provisional de Scott Sundquist y definitiva de Matt Cameron le liberaron de las baquetas para centrarse en las tareas de voz y composición. En esta época primeriza, Soundgarden pronto se convertirían en un referente de la escena. Aparecieron en un recopilatorio llamado Deep Six, considerado como semilla inicial del grunge, y, posteriormente, en otro llamado Sub Pop 200, junto a las primeras bandas que despuntaron en el sello por antonomasia de la escena como los propios Nirvana, Mudhoney, Green River o Screaming Trees. Iniciaron su discografía con dos eps (Screaming Life y Fopp) y, ya fuera de Sub Pop, su debut de larga duración, Ultramega OK. Compartiendo primitivismo sonoro y actitud punk con la mayoría de coétaneos, comienzan a adivinarse algunas de las señas de identidad de la banda, como la oscuridad, los riffs pesados y el gusto por el alarido torrencial de Cornell, cuya garganta empieza a revelar indicios de una versatilidad sorprendente. Los textos, retorcidos y crípticos, con una permanente vibración negativa, también empiezan a cimentar una tendencia, una personalidad. Una de las mejores canciones de estos primeros compases de carrera fue el corte inicial de su primer lp, Flower.
A finales de década y, recién estrenada la siguiente, se suceden, en el intervalo de unos pocos meses, tres acontecimientos que marcarían el rumbo de la banda y, de paso, de los 90’s. En primer lugar se publica Louder Than Love, un disco más elaborado que los anteriores, de mayor vocación clásica, con un aliento muy zeppeliano y un tono más épico. Tras todo lo grabado con anterioridad, que podía enmarcarse en un punto intermedio entre la densidad de Black Sabbath y la agresividad del punk, el grupo enriquece su repertorio, a la vez que lo dota de un barniz más accesible, en el mejor de los sentidos. Tras recibir una buena acogida, aunque lejos de ser un fenómeno mundial, no muchas semanas después se conoce la muerte de Andrew Wood, cantante de Mother Love Bone y amigo íntimo de Cornell, por sobredosis de heroína. El cantante de Soundgarden queda tan afectado que compone, enaltecido por el dolor y la inspiración, uno de los tributos musicales más hermosos que se han publicado jamás: Temple Of The Dog.
Respaldado por su compañero Cameron y dos de los componentes de Mother Love Bone, Jeff Ament y Stone Gossard, Cornell vuelve a decantarse por un tratamiento pulido en el sonido, con ocasionales arreglos de piano que dotan de profundidad a la obra, pero, por encima de todo, lo que aporta es el mayor dramatismo interpretativo ofrecido hasta la fecha. Sus gritos jamás sonaron tan quejumbrosos y excelsos, sus tonos más graves e introspectivos nunca habían acongojado tanto. Pearl Jam, en ese momento, estaba gestándose de las cenizas de Mother Love Bone con los dos músicos citados, Mike McCready y Eddie Vedder, quienes también participan en el disco y dejan su sello. Para la posteridad, como todas y cada una de sus canciones, queda la que tal vez sea la cumbre de Temple Of The Dog, Hunger Strike, donde la voz de Cornell, exuberante, exprime todas sus posibilidades tonales y Vedder, en los coros, interviene en la primera joya de su carrera, poco antes del huracán Ten.
La llegada de Ben Shepherd a Soundgarden para reemplazar a Hiro Yamamoto, tras un breve periodo con Jason Everman en esas funciones, se plasmó discográficamente con Badmotorfinger, la primera obra maestra indiscutible de Soundgarden y la confirmación de que Cornell, tanto vocal como artísticamente, se encontraba en admirable estado de gracia e iniciando su cénit como músico. La banda recuperó la agresividad y el colmillo que parecieron moderarse en Louder Than Love, pero mantuvo de éste el empaque compositivo y la limpieza sonora, y, con un cantante en su plenitud vocal, y en el punto en que su garganta se encontraba más vigorosa que nunca, el resultado fue impactante, una cima indiscutible del rock y el disco más potente que Cornell publicó.
Temas como Rusty Cage, Jesus Christ Pose o Room A Thousand Years Wide son imponentes avalanchas de tensión y decibelios, Slaves And Bulldozers muestra quizá al Cornell más vocalmente sobrehumano de su carrera y aportaciones como Mind Riot o Holy Water ratifican esa sensiblidad apuntada en Temple Of The Dog, esas inclinaciones más intimistas. La colosal Outshined, por su parte, y de la que adjuntamos vídeo, ofrece quizá el mejor hallazgo lírico de toda la trayectoria de Cornell, y que analizado ahora adquiere una terrible dimensión: «I’m looking California and feeling Minnesota» («Luzco como California y me siento como Minnesota», en relación a lo soleado del primer estado y lo sombrío del segundo). La obra en cuestión, de 1991, año en el que el comentado debut de Pearl Jam y Nevermind, de Nirvana, atrajeron los focos de medio mundo a Seattle, sirvió también para redoblar la popularidad de la banda, aunque aún en un perfil más bajo que las citadas.
Con Superunknown, en cambio, tres años después, Soundgarden sí alcanzó su momento álgido en términos de fama. Y si a los fans más longevos de la banda no le faltaban argumentos para enorgullecerse de sus héroes, encontraron uno verdaderamente delicioso: la satisfacción de comprobar que esta explosión mediática de Cornell y compañía no vino acompañada de docilidad compositiva, o de intento por encajar, sino tras un nuevo paso en la misma senda de exploración que comenzó a transitar el grupo a finales de los 80’s. Es decir, tras hacer lo mismo que habían hecho hasta entonces, algo tan loable como crecer, ampliar miras e inquietudes y experimentar sin traicionarte. Si a eso le añadimos una inspiración sobresaliente y un nivel de engrasamiento musical elevadísimo, el resultado es el mayor pico creativo que Soundgarden, y por extensión Cornell, ofreció en su vida. Cuesta encontrar, en el catálogo de obras maestras del rock, una concentración de talento, poderío, sensibilidad, diversidad emocional y dominio de registros y atmósferas mayor que el Superunknown. Cuesta encontrarlo porque es probable que, directamente, no exista.
Desde temas directos y que se te graban a fuego como My Wave o Spoonman o trallazos llenos de rabia y angustia (Let Me Drown) hasta monumentos a la melancolía como Fell On Black Days o Like Suicide, pasando por temas tan lóbregos como hipnóticos del nivel de Mailman o 4th Of July, fogonazos de intensa y mágica genialidad como la apabullante canción que titula el disco y lindezas experimentales e inclasificables como Head Down o Half, el recital es asombroso. Su tema más popular, Black Hole Sun, con aquel videoclip tan formidable que todos conocemos, no deja de ser, además, una falsa balada, un tema que, bajo su envoltorio aparentemente cordial, desprende una carga de inquietud y truculencia más evidente cuanto más se escucha. Las letras continúan la tónica fatalista de siempre, y mantienen su habitual aura de misterio, aunque si cabe con mayor capacidad de evocación. Para ilustrar sonoramente esta exhibición podría elegirse, en fin, cualquier canción de las citadas. Nos quedaremos con The Day I Tried To Live, una de las composiciones más viscerales e incisivas del álbum.
Resultaba humanamente imposible superar, ni siquiera igualar, el nivel ofrecido por el binomio Badmotorfinger-Superunknown, dos cúspides de la música con suficiente vocación de inmortalidad y entidad como para inscribir a Soundgarden en el casillero de clásicos indiscutibles de la historia del rock. Es probable que Cornell y sus compañeros no lo lograran, pero, en 1996 y con la efervescencia del grunge empezando a languidecer, encontraron la mejor manera de acompasar este crepúsculo con una nueva obra maestra, menos rotunda y referencial que las anteriores, pero igual de vigente, y con un aura de desencanto y amargura que le sentaba como un guante y que, lógicamente, resiste divinamente el paso de los años. No sólo eso, tal vez hablemos del disco firmado por Cornell que, sin ser el más deslumbrante, más inagotable resulte. Se llamó Down On The Upside (‘deprimido en la cima’), título extraordinario y muy representativo de ese contraste entre luz exterior y desconsuelo interior que tanto marcó la obra y vida de nuestro protagonista. Apenas quedaban ya explosiones sónicas del nivel de los dos precedentes, pero es en cambio en sus registros más sombríos, en sus tonos más taciturnos (Blow Up The Outside World, Zero Chance, Overfloater, Tighter & Tighter) donde la banda continúa manteniendo una indiscutible plenitud. Pese a tratarse de otro álbum magistral e imprescindible, este halo fatal, presente también en el seno del grupo y en la propia vida de Cornell, cada vez con una mayor dificultad aparente para controlar sus adicciones, fue imparable y terminó por liquidar la banda.
Tras la disolución, una de las más terribles de aquellos años, tocó cruzar los dedos y confiar en que el talento de Cornell nos brindara una carrera en solitario de primer nivel. A punto de expirar la década, y a modo de simbólico cierre de los años en que reinó, publicó su debut, Euphoria Morning. Resultó imposible obviar su pasado con Soundgarden y no echar en falta aquel sonido tan deliciosamente retorcido e ingenioso, aquellas atmósferas tan cautivadoras, aquel filo tan irrepetible, pero lo cierto es que el disco, asimilada la novedad, osciló entre lo disfrutable y, en ocasiones, lo conmovedor. Las sonoridades y texturas fueron más ligeras y suaves, en líneas generales, de lo que muchos fans esperaron, pero lo cierto es que Cornell fue consecuente consigo mismo, continuó la tendencia de escarbar con ahínco en su interior y volvió a resultar más seductor cuanto más profundo y solemne se mostró. Ayudado por componentes de Eleven y con ecos de Jeff Buckley, a quien incluso dedica una canción como Wave Goodbye, temas como Disappearing One (con Matt Cameron a la batería), Preaching The End Of The World o Sweet Euphoria acabaron siendo pequeñas gemas rebosantes de finura y lirismo. Otro de los momentos álgidos del disco, tal vez el más memorable, además de una de las mejores letras que escribió jamás, fue When I’m Down, una composición por lo demás muy del espíritu de su inolvidable Temple Of The Dog; una canción absolutamente soberbia.
Inaugurado el nuevo siglo, no tardaron en sucederse los rumores de que Cornell andaba ensayando y componiendo con varios miembros de Rage Against The Machine, concretamente con todos sus componentes salvo Zack De La Rocha. Las inquietudes de Cornell no parecían conocer fin y, lógicamente, la expectación ante lo que podía deparar esa conexión era máxima. El resultado fue un proyecto llamado Audioslave, que a lo largo de la década pasada enlazó tres álbumes con resultados desiguales y un nivel decreciente. También con unas propuestas compositivas, además de bastante marcadas por los pasados de sus miembros y sin apenas riesgo o sorpresas, bastante esquemáticas y previsibles, pero con un debut sobre el que conviene detenerse. Más que nada, y ya es mucho, ya es suficiente, porque Cornell volvió a recuperar una exuberancia y vigor cercanos, cercanísimos, a su plenitud vocal de principios de los 90’s.
Si bien nunca dejó de funcionar admirablemente cuando bajaba tonos y apelaba a la introspección, el fuego de su garganta parecío remitir ya desde Down On The Upside, su manera de cantar se controló y, de alguna manera, se opacó, así que su para los nostálgicos de aquellos desbarres vocales tan afilados y demoledores, el disco fue una bendición. No sólo parecía dejarse el alma y la laringe en temas tan contundentes como What You Are, Light My Way o Gasoline, sino que en canciones más melódicas y sutiles, más características de él que del resto de la banda en definitiva, tales como Like A Stone o I Am The Highway sus interpretaciones detenían el tiempo, impresionaban. Instrumental y compositivamente Audioslave estaba muy lejos de la versatilidad e infinita imaginación de Soundgarden, pero Cornell, en cambio, volvió a ofrecer su mejor versión, cuando quizá ya nadie lo esperaba. Fue triste ver el declive posterior de la banda, que siempre mantuvo un nivel aceptable pero no logró aproximarse a ese fulgor inicial.
Aunque fue más triste aún ver a Cornell, tras el fin de este proyecto, sacar dos discos en solitario tan profundamente olvidables, incluso molestos, como Carry On y, especialmente, Scream, donde jamás se encontró más alejado de su grandeza y, en apariencia, acomodado e irrecuperable. Pero siempre quedará, de esta irregular etapa, ese debut de Audioslave, tal vez uno de los pocos últimos discos que ha ofrecido el rock capacitados para prender la llama del rock en la cabeza de un adolescente y lo mejor, de largo, que Cornell brindó al mundo este siglo hasta la reunificación de Soundgarden. Quien desee defender este disco, tiene en Show Me How To Live un incontestable argumento.
Así, cuanto más difícil parecía cernirse el horizonte sobre los fans de Cornell, cuanto peor pintaban las cosas para la década actual, el músico de Seattle volvió a quebrarnos la cintura con la jugada maestra más apetecible posible: la reunión de la banda de su vida. Fue en abril de 2010, en su ciudad natal, con el nombre improvisado de Nudedragons, creativo y rebuscado modo de retorcer las letras que conforman el nombre de la banda. Todo era, en realidad, muy Soundgarden, muy Cornell. Pero, sobre todo, era muy ilusionante. Constatado el nivel de ese concierto, donde costaba detectar por algún lado el parón de trece años, y asimilado poco después que la banda preparaba nuevo álbum, el optimismo volvió a dispararse. King Animal, en 2012, si bien no alcanzó el soberbio nivel de su trilogía noventera, deparó algún tema fascinante con aroma a clásico (Non State Actor, By Crooked Steps) y bastó y sobró para situar de nuevo a Soundgarden como una de las mejores bandas de la tierra, si cabe con mayor evidencia que en el siglo pasado, dada la escasa rivalidad.
Tras dos años de presentación, y recién estrenada gira, los últimos movimientos apuntaban a nuevo álbum, a confirmación de que King Animal no fue una maniobra nostálgica, sino una reactivación discográfica y escénica en toda regla. Por si fuera poco, en este contexto de encauzamiento a todos los niveles, Cornell ofreció su cuarto disco en solitario, infinitamente más próximo al genuino aliento de Euphoria Morning que a sus descafeinados sucesores. Higher Truth, disco que desgraciada e irreversiblemente será el epitafio musical de Cornell en vida, fue su título, y que parecía ir muy en consonancia con esa autenticidad, madurez y apacible sensibilidad que el músico parecía haber, por fin, alcanzado y reafirmado. También, como apuntábamos, Temple Of The Dog y Audioslave, aunque sin material nuevo, habían vuelto a la actividad escénica. Es por ello, entre otras muchas cosas, que esta pérdida se sienta, en este lance de su carrera, como más antinatural e inconcebible que nunca. A continuación, y como recuerdo de la recta final de la carrera de Cornell, el audio de Searching With My Good Eye Closed de su concierto de reunión. Con esto empezó, o recomenzó, todo. No sólo transcurría el concierto y resucitaba una banda. Aquí nacía la esperanza.
Frenar este repaso, en fin, es duro. Porque Cornell, en todas sus facetas, se detiene aquí, en plena revitalización artística. Una canción nueva en solitario verá la luz en el estreno inminente de la película The Promise, todo apunta a que se publicará material suyo con carácter póstumo, pero nada será igual; el faro más brillante que quedaba de su generación se ha fundido para siempre. Y con su marcha, todos nos apagamos un poco también. Un movimiento como el que contribuyó decisivamente a impulsar tuvo la capacidad de ofrecer muchos de los mejores discos jamás grabados, pero, como apuntábamos antes, no no sólo eso: también el don de, en mayor o menor medida, definir tu sensibilidad, tu actitud frente a la vida. La virtud, en fin, de ayudarte a construir como persona. Era música, y era algo más. Sentir no sólo dolor tras esta pérdida, sino también vacío y descomposición interior es, pues, de una lógica aplastante, en todos los sentidos. Pensar que no volveremos a ver jamás sobre un escenario o presentando nuevo disco a Chris Cornell, alguien con un insólito e inigualable don para transportarte a los estados más turbulentos del ánimo y, paralelamente, insuflarte vigor para combatirlos, o bien incluso sentirse cómodo entre ellos, entre las tinieblas, es descorazonador.
A diferencia de otros músicos más enfáticos y expresivos, cuando no histriónicos, sus habituales puestas en escena esquivas y huidizas no parecieron ayudarle en el desahogo, y quién sabe si en su vida personal le sucedía lo mismo y esa suerte de represión pudo corroerle lentamente. Especular con que funcionó así por elegancia y decoro, por no alarmar y dejarse notar lo menos posible, no consuela en absoluto, la pérdida es la misma, pero sí quizá ayude a enaltecerle aún más como persona; a recordarle, si cabe, si aún fuera posible después de todo lo que ofreció, con más admiración. Probablemente sea muy ingenuo el planteamiento, pero quizá también sea cierto. En fin, cualquier puñado de líneas escritas en un artículo están, de entrada, incapacitadas para hacer justicia a la grandeza de un músico de esta envergadura y poder expresar todo lo que su vida y su muerte han significado, pero esperemos que al menos sirvan para que los fans se sientan, durante su lectura, medianamente arropados en su desazón. Y para que los que no le conozcan descubran una obra que no sólo rebosa talento e inspira emoción. También eternidad.
Hasta siempre, Chris.