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London Calling: Zidane, musa post-rock

La música de Mogwai siempre tuvo un punto trágico. Incapaces de quitarse el sambenito de banda pionera del post-rock, hace tiempo que asumieron su destino: puede que hace años que no inventan nada nuevo, pero siempre serán los primeros de su clase. Sin ir más lejos, su último disco, editado hace dos temporadas, suena familiar, tan previsible en las formas que sólo ellos podrían ser capaces de sacar brillo de aquello que puede sonar rutinario. Algo parecido a lo que le ocurría al futbolista Zinedine Zidane. Genio del balón, bailarín de los campos de fútbol, sus movimientos dejarían en pañales a la práctica totalidad de los jugadores de hoy en día. Sin embargo, acostumbrado a vivir en el olimpo, el héroe se convertía, a ratos, en hombre de carne y hueso, en villano condenado a la mediocridad del futbolista de a pie, incapaz de vivir con la pesada carga de tener que brillar semana semana a semana.

De aquella rutina nace la película Zidane, A 21st Portrait, documental sobre una noche de fútbol vista desde los pies del jugador francés. La cinta, estrenada hace ahora doce años, retoma un viejo arte que desde Velázquez y Goya nunca ha pasado de moda: el retrato. Como si de un fresco audiovisual se tratara, la película camina a paso lento, danzando al ritmo de un futbolista capaz de suspender el paso del tiempo. Un arte casi de otra época, más propio de un compositor de sinfonías clásicas que de un atleta de la pelota. Quizás por ello, cuando hace unos días pudimos escuchar en vivo las guitarras afiladas y los pedales distorsionados de Mogwai mientras el futbolista avanzaba por el campo, no pudimos hacer otra cosa que esbozar una mueca.

El experimento tuvo lugar en el londinense centro Barbican y se enmarca dentro de una serie de proyecciones en las que música en directo e imágenes recobran vida. Emulando de alguna manera aquellas sesiones de cine mudo en las que un pianista ponía la única banda sonora. Claro que, lejos de aquellas teclas cinemáticas, el feedback amenazador de Mogwai suena de todo menos pacificador. La tensión parece la nota dominante. A pesar de que para esta pieza los escoceses saquen su lado más reposado y ambiental. Se intuye un intento por jugar a su antojo con las imágenes. A ratos cortando en frío la magia del momento, en otros momentos teniendo que callar ante la llegada del clímax. Nunca como simple comparsa.

A pesar de todo resulta revelador ver a la banda permanecer en segundo plano. Acostumbrados a actuar como plato principal, en esta ocasión los cinco músicos permanecen casi en la penumbra, dejando que el verdadero protagonista de la velada cuente su historia. Un relato cinematográfico que, abusando de primeros planos y planos detalle, resulta incómodo, hace revolverse en la butaca al espectador, que espera siempre el final feliz, la satisfacción de la victoria, el gol, la genialidad. Error. La cinta terminará en tragedia. El héroe apolíneo se convertirá en matón de patio de colegio y acabará en la caseta antes de tiempo. Como en aquel cabezazo en la Copa del Mundo, Zidane confirma que es humano. Que bajo esa fachada de monje de clausura hay un pandillero de suburbios, un chiquillo que se revela contra su destino de estrella. Los héroes también tienen sus días malos.

Al final, como si quisieran quitar el gusto amargo al patio de butacas, los cinco integrantes de Mogwai se verán obligados a salir de nuevo para interpretar tres canciones de su repertorio habitual. Intento en vano. Su affaire futbolístico revela una verdad: uno nunca encuentra reposo en su música. Como el malogrado Zidane cinematográfico, la banda escocesa está condenada a salir noche tras noche a interpretar su papel. Para regocijo de fans. Sin embargo es en esa eterna repetición de su propia tragedia donde encontramos el consuelo. Puede que haya muchos que sigan su estela, pero ya nunca volveremos a ver caminar sobre el césped de un estadio a un malabarista como Zidane. La música, como el fútbol, siempre será un arte efímero.

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