Con el asfalto de la ciudad dando sus últimos bocanadas de calor veraniego ojeo la sección cultura del periódico. Entre estrenos de películas hechas para poco más que disfrutar del aire acondicionado de la sala de cine y promoción de lo que vendrá en otoño, me paro en la programación de música en directo. Atrás quedan aquellos días de abril y mayo en el que uno tenía que hacer encaje de bolillos para cuadrar el calendario. El verano, falto de alicientes, se convierte en un desierto para aquellos que renunciamos al chiringuito y la arena para pasar las tardes en las terrazas de los pubs. Los artistas, ocupados en cumplir los compromisos festivaleros, apenas se dejan caer por aquí. La sección de conciertos resulta más deprimente que el boletín bursátil. Los miembros del gremio de plumillas musicales obligados a emigrar lejos de los bloques de oficinas. Forzados a sufrir uno de esos atracones de media docena -al menos- de conciertos al día en mitad del barro y la jauría festivalera. Apetitoso y sofocante al mismo tiempo. Más allá, la nada absoluta, el tedio del verano, los gintonics y los restos de la barbacoa del domingo para pasar el mal trago. Las semanas entre la oficina y la tumbona, agarrándose a una novela, un disco, una charla nocturna.
Y ya, cuando uno lo da todo por perdido, y casi para quitarse el mono compra una entrada para aquella artista que un día produjo el guitarrista del grupo de moda en el verano de 2004, aparece la salvación. Un oasis al final de un desierto que no parece tener final. Una fecha que marcar en rojo en el calendario. Una razón para iniciar una cuenta atrás. Aunque la excusa tenga nombre de poema de Lewis Carroll. Jabberwocky. O lo que es lo mismo, la última iniciativa de All Tomorrow’s Parties para que aquel que no puedo costearse un Glastonbury o un Reading vea saciada su sed de música en directo. Con un cartel que incluye a James Blake, Thee Oh Sees o Caribou, la primera edición de este festival bien vale la pena por un verano ardiente en las calles del Soho.
Aunque ni con esas. La tragedia se escribe con letras negras en la sección de necrológicas culturales. Aturdidos por el escaso ritmo en la venta de entradas, los organizadores dan la espantada tres días antes de subir el telón, cancelando una fecha a precio reducido y sabroso menú. Habrá que esperar para descubrir las razones de semejante descalabro. Lo fácil sería caer en la tan manida cantinela de la burbuja de festivales. Claro que, Inglaterra no es España, y aquí el espectador todavía tiene las de ganar. Sin la obligación de adquirir una abultada entrada de festival cada vez que quiere ver a su grupo favorito, el melómano británico todavía disfruta de una jugosa agenda a lo largo de todo el año. Bien merece la pena esperar unos meses para ver a aquel artista que aparece en letras mayúsculas en el cartel de turno.
Lo curioso del asunto Jabberwocky es que, apenas unas horas después de tirar la toalla, la maquinaria de programadores y salas se puso en marcha. A la mañana siguiente buena parte de los grandes nombres del festival ya habían reubicado sus conciertos en distintas salas de la capital. Y, para sorpresa de algunos, todos ellos colgaron el cartel de no hay billetes en un suspiro. Neutral Milk Hotel en el Forum, Kurt Vile con su banda en el Village de Shoreditch y a solas al día siguiente en el Bush Hall, Metz en el Shacklewell Arms. Cristalino como el agua. El público prefiere ver a su banda en una sala de conciertos que en el relamido y frio Excel Centre.
Claro que, de nuevo, lo fácil sería echarle la culpa a las circunstancias. Cualquier asiduo a las salas de conciertos madrileñas podría enmendar la totalidad de este argumento. Acostumbrado a pasearse por espacios infames, plazas de toros y discotecas de medio pelo, los aficionados de la capital española no fallan. Sufridores de una ciudad sin practicamente espacios en condiciones para disfrutar de la música en directo. No es el caso de Londres, claro, lo cual no quita que el Excel nunca estuviera hecho para albergar un festival de música alternativa. Punto a favor de los que decidieron quedarse en casa aquel día.
Y, sin embargo, aquello no agota el asunto. Salvando aquella metedura de pata con la sala, hay que reconocer que All Tomorrow’s Parties tenía todas las de ganar apostando por el Jabberwocky. Incluso ese ridículo nombre parecía ser una burla a aquellos que piensan que, en un calendario saturado de propuestas culturales, el envoltorio es tan importante como el contenido. Un desafío a aquellos que creen un buen cartel y un buen precio no son ingredientes de sobra para triunfar. O sí.
Quizás aquí resida el nudo del asunto. Quizás ya no sea suficiente con traer al artista de moda. Ni a la banda que sonaba en la radio cuando teníamos quince años. Ni tampoco a la rareza exótica que recibió un 7.8 el mes pasado en Pitchfork. Quizás tenga algo que ver con la idea misma de festival. Con la obligación de tener que desplazarse a uno de esos recintos megalómanos a disfrutar de conciertos raquíticos en el tiempo, medidos con escuadra y cartabón, en los que uno siempre se queda insatisfecho. Hecho más para comentar el último hype de la NME que para descubrir a la última sensación del indie-rock americano. Pensándolo mejor, quizás sea mejor así. Quizás el verano en la ciudad sea para pasarlo a la sombra de una pinta y una roast dinner dominguera. Anhelando los conciertos de primavera, planeando cómo dejarse los ahorros que uno había guardado para la temporada invernal.