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London Calling: PJ Harvey a través del espejo

Ella es la tipa más chula del indie. La musa que nunca quiso serlo. Los labios rojos pegados a una guitarra eléctrica. Cuando PJ Harvey le canta al amor en This Is Love lo hace con rabia. Como si no necesitara que nadie le enseñara nada. Esta es PJ Harvey. Lo tomas o lo dejas. Quizás por ello la fotografía que llena la portada de White Chalk, frágil, pálida, produce tanta sorpresa. Como un espejo a punto de quebrarse. Aquel disco de 2007 supuso un giro completo en la carrera de la británica. Acostumbrados a esa personalidad eléctrica, de verbo deslenguado, la PJ Harvey de White Chalk se sumergía en ese océano oscuro en el que las dudas siempre superan en número a las certezas.

No es que la cosa haya cambiado mucho en los últimos tiempos. Let England Shake, álbum de ecos antibelicistas editado en 2012, parece haber confirmado ese perfil incómodo, imposible de atar en corto. Sin embargo, eso no ha impedido que la figura de la artista haya ganado enteros entre la crítica y el público. Considerado como uno de los mejores trabajos de dicha temporada por numerosas publicaciones, Harvey se convierte durante cuarenta minutos en cronista de una época turbulenta, de guerras tecnológicas y revueltas de usar y tirar. Let England Shake se asemeja a un fresco en movimiento, una serie de escenas en las que esa Inglaterra, ajada en sus cimientos, moderna desde este lado del escaparate, ejerce de protagonista involuntaria. Como era de esperar el viejo imperio no sale muy bien parado en esta historia.

Aquel pulso político demostraba que, más allá de esa artista con pies de plomo, que parece producir descargas con sólo tocarla, hay una persona con ganas de expresarse. Una compositora harta de máscaras y juegos. Hora de abrir las puertas de par en par. Durante estos días Harvey graba su nuevo trabajo en el sótano de la Somerset House, museo situado a escasos metros de la plaza londinense de Trafalgar. Un espacio abierto al público, visitantes que, por un módico precio, pueden asomarse durante un par de horas a aquella pecera en la que Harvey y sus compañeros dan parto a una nueva colección de canciones.

La cosa tiene algo de morboso, de curiosidad por ver cómo se produce la eterna alquimia de la composición. Acostumbrados como estamos a tomar un álbum como un producto cerrado, empaquetado, finalizado, resulta refrescante descubrir que debajo de toda esa producción hay algo tan prosaico como unos cuantos cables, un puñado de instrumentos y unos músicos dando vueltas días y noche a unos bocetos escritos sobre papel. No es que el público actual sea ajeno a este proceso. Sin embargo, más allá de tópicos, hay algo único en asomarse al laboratorio secreto de un músico, formar parte, aunque sea de manera testimonial, de algo que más tarde sonará en las radios, llenará páginas en los periódicos, formará parte de nuestra banda sonora.

Cierto es que Harvey ha puesto mucho cuidado en no verse “intoxicada” por sus invitados. Aquel cristal que separa a los músicos del público no funciona en ambas direcciones. Mientras los fans afilan la mirada, Harvey permanece aislada, sin contacto con ese exterior curioso que intenta desentrañar los secretos de su arte. Algo útil para los intereses de una grabación profesional, pero que resulta paradójico, dado el reciente giro social de la artista. Hubiera sido interesante explorar las posibilidades de tener a un grupo de “extraños” interactuando en la grabación, dejar que lo imprevisible se colara en los surcos del disco, abrir sus canciones al espacio público. Quizás demasiado atrevido para una estrella como Harvey.

Indago en la idea. Me acuerdo del músico nacional Nacho Vegas, que en los últimos meses anda presentando las canciones de su reciente Resituación en escenarios atípicos junto a coros no profesionales. ¿Hay algo más político que convertir la música popular en patrimonio de todos? Hay algo que no termina de encajar en la nueva iniciativa de Harvey. No es sólo el hecho de que, de algún modo, la propia artista haya decidido mutar en pieza de museo, jarrón de porcelana que comparte espacio con una exposición de fotografía y una retrospectiva de un pintor holandés olvidado. Que me perdonen los cazadores de tendencias, pero siempre pensé que el lugar de la música popular estaba más allá de las galerías de arte. El shock definitivo se produce cuando uno se da cuenta de que, de alguna forma, Harvey -y cualquier artista indie por extensión- han terminado convirtiéndose en fetiche voyeur, rata de laboratorio a la que aplaudir tras una cristalera cada vez que alguien toca la tecla correcta. Todo sea por el espectáculo.

Era de esperar, no obstante. En una época en la que nadie da un duro por un formato como el disco resulta necesario envolverlo en purpurina, convertirlo en show, escaparate, acontecimiento que compartir en las redes sociales y comentar con los amigos frente a un gintonic. O mucho me equivoco o cuando el nuevo trabajo de PJ Harvey llegue a las tiendas se hablará más del original proceso de grabación empleado por la artista que de las propias canciones. La crítica musical reducida a crónica de sucesos, relato de un evento que, a esas alturas, ya habrá sido desgastado hasta la saciedad por el efecto del tuit y el retuit. No es cuestión de echarle la culpa de la muerte del periodismo musical a Harvey, claro. Pero, en estos tiempos sin referencias fijas, tan importante es el qué se dice como el cómo. Y en esto último, la británica parece ir un paso por detrás.

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