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London Calling: Kanye West contra el mundo (y la parroquia rock de Glastonbury)

En el momento en el que publicamos estas líneas más de 130 mil personas han firmado en charge.org pidiendo, rogando, casi exigiendo, que Glastonbury “cancele a Kanye West como cabeza de cartel y consiga a una banda de rock”. La demanda no sólo asombra por la flecha envenenada en dirección a una única figura, la de West, sino por exigir al mismo tiempo que este sea sustituido por una banda de rock. Cualquiera. Pero que no lleve por nombre Kanye West. Y que demuestre a las claras sus credenciales rock, no vaya a ser que el público de Glastonbury tenga que volvérselas a ver con un músico de hip-hop o con una banda de heavy metal. Cualquier cosa, pero que sea rock. Sea lo que sea lo que signifique esa palabra a estas alturas.

Al mismo tiempo, no sin cierto retranca, un millar de personas han firmado una iniciativa similar exigiendo que Glastonbury “cancele todos sus eventos excepto el de Kanye West”. Suponemos que el norteamericano, con un ego del tamaño de un campo de rugby, esbozaría una sonrisa ante la sola idea de verse el sólo, en letras mayúsculas, estampado en el cartel del festival. Claro que, tampoco es eso. Si merece la pena que un artista como Kanye West encabece una cita como Glastonbury es por el simple hecho de que esto demuestra que, a pesar de lo que suele ser habitual, hay espacio en los grandes festivales para algo más que bandas de tipos pálidos entonando sus angustias al ritmo de guitarras distorsionadas. Grupos indies, britpop, post-punk, como te apetezca llamarlo. Dominación cultural, que diría Victor Lenore. Homogeneidad sonora alejada de cualquier tipo de riesgo. Subproductos de los noventa elevados a hype del momento por la NME.

Frente a ellos Kanye West representa el peligro, un territorio desconocido para una tribu que recela de cualquier cosa que carezca de acordes y melodías mil veces regurgitados. West, el mago del pop, el corta-pega con sabor a R&B, el reto para un oyente que se ve descolocado por cada nuevo movimiento del de Chicago. Si los setenta tuvieron a su Bowie, el camaleón, el iconoclasta, el devorador de estilos; nosotros tenemos a Kanye. Un tipo que, con su aires mesiánicos y sus referencias divinas, recuerda al Moisés de Isaac Hayes, al Jesús negro que tantas ampollas levanta en la conservadora cultura norteamericana.

Y, sin embargo, el meollo de la cuestión no apunta simplemente a una la cuestión racial. Cuando en 2008 Jay-Z encabezó Glastonbury, lo más que se pudo oír es a un denostado Liam Gallagher balbuceando que aquello iba contra las raíces y la historia del festival. Otro que se cayó en su momento en la marmita del rock de los sesenta y ya nunca supo (ni quiso) salir de allí. A estas alturas, qué duda cabe, el legendario festival está acostumbrado desde hace tiempo a dar cabida a propuestas de color. Aunque los grupos de tono pálido sigan siendo la nota dominante.

No obstante, ni siquiera esto último es garantía de éxito. Sin ir más lejos, la temporada pasada hubo más de uno que devolvió su abono al ver que Metallica era anunciado como cabeza de cartel. Desconocemos si alguno hizo lo propio al descubrir que Foo Fighters, no muy alejados de la propuesta de Lars Ulrich y compañía, participarían en la edición de 2015. De nuevo los tópicos, el egocentrismo cultural o, simple y llanamente, la ignorancia, guían a la masa.

Cierto es que Kanye West, con su actitud megalomaniaca, ayuda a prender la polémica. Sin embargo es precisamente este semblante amenazante, entre la carcajada y el ceño fruncido, el que alimenta el mito. Su falta de tacto no es más que el símbolo de una época en la que la autenticidad no vale un penique. Decir que tu artista favorito es honesto e íntegro suena a batallita de veterano, a viejos postulados de un rock que, reconozcámoslo, hace tiempo que dejó de marcar las pautas de la vanguardia musical. Aunque se empeñe en sostener sus dominación a base de fabricar una y otra vez el mismo grupo con diferente fachada e idéntico sonido.

Visto así es normal que The Guardian se preguntara hace unos días si los asistentes a Glastonbury preferían a una banda de rock de estadio, perfectamente disfrutable y predecible, o al artista más mercurial e inestable del pop actual, un hombre convencido de su propia genialidad. En el fondo se trata del mismo dilema al que se enfrenta cualquier festival de vanguardia hoy en día. ¿Jugársela con una propuesta arriesgada que haga crecer el prestigio del evento, aunque suponga una apuesta incierta? ¿O fichar al último grupo de los noventa resucitado de sus cenizas hace un par de temporadas? Este año el Primavera Sound parece haber apostado más por lo segundo. Mientras, a falta de conocer el resto de los nombres del cartel, Glastonbury juega doble. Ilusiona a la parroquia rock con Foo Fighters y se escora hacia terrenos pantanosos con West. Todo ello sabiendo que, haga lo que haga, seguirá vendiendo todo el papel.

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