Con la llegada de la temporada estival, a los periodistas de la vieja escuela les asalta, como cada año, la misma pregunta: ¿De verdad todavía queda gente capaz de gastarse más de 150 libras para ver a sus grupos favoritos en condiciones infames, con barro hasta las rodillas, mientras sujetas una lata de cerveza con una mano y a tu amigo del alma con la otra? El festival con más solera del pop, Glastonbury, acaba de presentar su programación para este 2014 y, claro, además de los sesudos análisis sobre un listado de nombres que marea, siempre aparece el listillo de turno, dispuesto a aguar la fiesta. Que si los conciertos son demasiado cortos; que si, en el mejor de los casos, te ves obligado a verlo a través de una pantalla; que si al final terminas pagando por un centenar de bandas por las que, en condiciones normales, no desembolsarías ni un penique. Todo eso es cierto, si no fuera, porque, claro, aquel periodista de chaqueta y corbata nunca estuvo en Glastonbury.
El festival inglés cumplió hace un par de ediciones sus primeros cuarenta años desde su refugio en Worthy Farm. Lo que comenzó al calor de citas históricas como Woodstock y -más cercano- Isle of Wight, se terminó convirtiendo en una de los pocos carteles capaz de perpetuarse durante décadas hasta convertirse en tesoro nacional. Probablemente todo inglés en su edad más temprana soñó con ir un día a Glastonbury. Y posiblemente muchos de ellos vieran cumplido su sueño con el tiempo. En los últimos años las cifras de asistencia han superado con holgura la cifra de los cien mil. Tan sólo Reading/Leeds puede hacerle sombra dentro del territorio insular.
Sin embargo, ‘Glasto’ -como es conocido entre los conocedores de la jerga festivalera- ofrece algo más. Frente a otras citas que apuestan por convertirse en festivales urbanos, cosmopolitas, hechos para un público cada vez más pudiente, que cumple su papel de espectador amable (aquí podríamos encuadrar a nuestro Primavera Sound), el cartel inglés sorprende por su tozudez. Quizás tenga que ver con aquella primera edición de 1970 en la que, con cada entrada (al módico precio de una mísera libra), la organización obsequiaba a los asistentes con una pinta de leche ordeñada directamente de las vacas de la granja. Imagínense lo que sería repetir la experiencia ahora. En cualquier caso, Glastonbury mantiene ese espíritu campestre, desenfadado, incómodo y alegre. Puro carácter inglés. Ni siquiera la irrupción de aquellas tiendas de campaña VIP hace unas cuantas ediciones ha roto la magia. Cada centímetro de mugre en los pantalones es una experiencia que contar en el camino de la vuelta.
Con este cuadro bucólico en la retina, resulta complicado imaginarse en mitad del paisaje una inmensa pirámide que se eleva decenas de metros por encima de los espectadores. Todos coinciden. La primera vez que una va a Glastonbury se queda embobado por aquella construcción faraónica en mitad de la campiña inglesa. Por allí han pasado la crema y la nata del pop local, cuando el festival se convirtió, allá por finales de los noventa, en escaparate mundial del creciente movimiento britpop. En los últimos años se han dado cita muchas de las vacas sagradas de la industria. El rock mesiánico de Bono y sus U2, el rap para todos los públicos de Jay-Z, hasta el pop más abiertamente comercial ha tenido su hueco con Beyoncé y Shakira. La pasada temporada fueron sus Satánicas Majestades los Rolling Stones los que, en en su gira cincuenta aniversario, se dejaron caer por la granja más famosa entre los amantes de la música.
Por contra, para esta nueva edición, la organización parece haber querido retomar su vena más independiente a la hora de confeccionar la programación. Sí, ahí aparece en los puestos más altos una veterana del country como Dolly Parton. O un renacido ex-cantante de los Led Zeppelin Robert Plant. Incluso unos arrugados Blondie o unos Pixies en sus horas más bajas podrían figurar en el cuadro de viejas estrellas en busca de nuevos seguidores. Sin embargo, son minoría. Por encima de todos, unos ya anunciados Arcade Fire, a los que habrá que poner a prueba con su nuevo giro rumbo a la electrónica. Los canadienses prometen sorpresas en su concierto en Glastonbury, incluyendo invitados especiales. James Murphy, productor de su último disco, y un ajado, pero todavía con mucho que decir, David Bowie, cotizan al alza en las quinielas.
Otros que tendrán que pasar la reválida son The Black Keys. El dúo más famoso del blues-rock (ahora que The White Stripes son historia) ha levantado polvareda con un último single en el que se intuye el abandono de su vena guitarrera para avanzar hacia nuevos terrenos. De reojo estará mirando el propio Jack White, que también se apunta a la cita para presentar su segundo larga duración. Kasabian y Elbow harán las delicias de la parroquia local. Lana Del Rey y M.I.A. prometen hedonismo y bailes a partes iguales. En el apartado de nuevas promesas conviene poner el ojo en James Blake, que llega con un Mercury Prize bajo el brazo; Chvrches, que, a pesar de no haber hecho mucho ruido más allá de las fronteras británicas, suenan excitantes y juveniles a partes iguales; Jake Bugg, favorito del público más nostálgico con sus aires de Bob Dylan; y Courtney Barnett, diamante en bruto del pop de garaje australiano. Sin olvidar tampoco a un inmenso John Grant, a los siempre ruidosos Parquet Courts, a la americana bucólica de Phosphorescent o a unos recién llegados Temples. Dexys, Tinariwen, Interpol o Manic Street Preachers copan la segunda línea de un cartel que tiene cuerda para rato.
Aunque, visto lo visto, para algunos parece ser lo de menos. Hace un tiempo un estudio aseguró que casi la mitad de los que asisten a un festival no lo hacen motivados principalmente por la música. Así que, dejemos aparcada la libreta de notas por un rato. Al final y al cabo, la maldición nunca falla: terminaremos perdiéndonos la mitad de los grupos que queríamos ver por culpa de las colas, los conciertos solapados y las cancelaciones de la última hora. ¿La otra mitad? Probablemente estemos ocupados haciéndonos esa foto que demuestre que, efectivamente, sobrevivimos a la madre de todos los festivales.
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