InicioLibros – ArchivoSzymborska, la del lenguaje tranquilo, la que no muere.

Szymborska, la del lenguaje tranquilo, la que no muere.

SZYMBORSKA

Quiero escribir, pero no puedo dejar de leer. Me he comprometido a escribir sobre Szymborska, pero no sé cómo he sido capaz de hacerlo. Este es el tercer artículo / homenaje póstumo que redacto en unas dos semanas. Se han ido tres grandes. Primero Etta James, después Angelopoulos, y ahora Szymborska. Sin embargo, escribir sobre los otros ha sido más fácil, acaso porque ellos no usaban las palabras como materia prima. Wislawa Szymborska las utilizaba, y por eso mismo no puedo evitar sentirme ridícula al trabajar con el mismo material con el que trabajaba ella, al intentar traducir a la misma forma de expresión lo que ella ya expresó. Un profesor de filología inglesa de la Universidad de Valencia me dijo una vez que los que nos dedicamos a la literatura atacamos a los que se dedican a la lengua diciendo que ellos básicamente diseccionan idiomas, pero él creía que lo nuestro es mucho peor, ya que diseccionamos obras de arte. Qué gran verdad. Y, sin embargo, hoy debería diseccionar a una escritora que ha marcado historia en la literatura reciente y por la que muchos andamos con el corazón a medio gas ahora que se ha ido, por la que todos los que la quisimos no podemos dejar de leerla.

 

La imagen de la Szymborska que se nos ha ido es la misma para todos: esa adorable señora de 88 años, bella, cándida, con expresión ingenua, menuda, y con mucha vida en la cara. Sin embargo, Szymborska empezó mucho antes a trabajar con las palabras para convertirlas en arte. En realidad, Szymborska puede que tenga más del mérito que se ve a simple vista, y no hay más que mirar de reojo su biografía para sorprenderse de cómo una poetisa nacida en un pequeño rincón del mundo (Kornik, en Crakovia) consigue ir sembrando caminos con sus palabras hasta llegar a convertirse en una de las escritoras más conocidas de su país.  Pero no se detiene ahí, no sabemos si por voluntad propia o ajena. De hecho, nunca abandonó su tierra natal, en un acto de sincera lealtad. Pero el resto del mundo fue hasta ella, y fue ganando premios hasta llegar al Nobel de Literatura, en 1996, al que no solamente le debemos las gracias por haberla hecho feliz en vida y por haberle dado el reconocimiento que se merecía, sino también por haber hecho que Szymborska llegara hasta nosotros. El Nobel desencadenó una vorágine en espiral de traducciones, reediciones, promociones, etc. a las que ella pareció permanecer ajena. Ella escritora y ella palabras. Porque, cuando uno escribe como Szymborska hacía, uno mismo acaba siendo palabras además de persona.

 

Quien lea esto verá la foto de cabecera, así que doy por hecho que conoce la expresión del rostro de Szymborska. Y me atrevo a preguntarle «¿lo ves?, ¿ves esa mirada serena del que lo ha hecho todo pero sigue mirando como si no hubiera hecho nada y le quedara el mundo entero por delante?» Seguro que quien lea esto lo ve. Seguro que quien leyera sus poemas también sabe que eso es lo que caracterizaba a Wislawa Szymborska. Con o sin Nobel, resulta que nunca perdió la humildad, la sencillez en el lenguaje que utilizaba para esculpir versos, la sensatez del que sabe que todo lo vivido se retiene y que todo lo que está por vivir es milagrosamente desconocido. Por eso, por esa duda que siempre mantuvo, por esa humildad que nunca la llevó a sentirse subida a ningún estrado, sus versos estaban compuestos como un susurro, y hablaban pensando en el lector. Sus versos estaban escritos al mismo tiempo que Wislawa cogía de la mano a su lector y le acariciaba los nudillos.

 

Pero no olvidemos, por favor, la vida de Wislawa. Siempre digo lo mismo: no me dedico a escribir biografías. Quien no sepa de su vida, hoy en día puede conseguirlo tecleando su nombre en un buscador. Activista, polémica, luchadora, guiada por el instinto y por la curiosidad, la experiencia acabó acumulándose en los versos de una Szymborska que no se cansó de traducir el lenguaje de la memoria. El lenguaje de la memoria impresa sobre el cuerpo, casi de forma física. El lenguaje de una memoria que es al mismo tiempo norte y naufragio. El lenguaje de una memoria que convierte al escritor, al poeta, en alguien humano, alguien que, como ella, se atrevería a decir en la ceremonia de entrega del Nobel, que «el poeta, si es poeta de verdad, tiene que repetirse siempre no sé«.

 

Esta es la que se nos ha ido, la que no sabía nada y lo sabía todo. La que recordaba a los enamorados a primera vista la cantidad de veces que podrían haberse cruzado por el camino (Amor a primera vista). La que sabía que se puede vivir solamente de la memoria para mantener vivo el recuerdo de alguien que ya no va a estar nunca más en el lugar donde estuvo antes (Despedida de un paisaje). La que sabía que hay mucha gente a la que no amamos y que nos regala libertad al dejarnos elegir la opción de no amarlos (Agradecimiento). La que podía anotar una letanía de las frases escuchadas durante un funeral para convertirlas en versos (Entierro II). La que era sencilla y certera. La que decía. La que decía sin maquillar, sin alardes, sin grandeza retórica pero con la grandeza del detalle incrustado en ámbar, detenido.

 

Esa es la Wislawa Szymborska que falleció hace dos días, el 1 de febrero de 2012, a causa de un cáncer de pulmón, dormida, sin sentirlo, según las reseñas de los periódicos. Porque en la televisión no han hablado de ella, no es noticia. Y qué más da. Somos unos cuantos los que desde ayer no podemos dejar de leer sus versos, arriba y abajo, abajo y arriba, y hasta en diagonal. Somos unos cuantos los que nos hemos comprometido a hablar de ella, de su vida y de su muerte y nos sentimos ridículos al usar las mismas letras con las que ella creó toda su obra. Somos unos cuantos los que recordamos cómo en una entrevista publicada en el periódico El País en 2009 ella decía «pero no hablemos de mí, que eso ya está en los poemas». ¿Qué hacemos, entonces? ¿Qué es lo más sensato? ¿Seguir abusando del lenguaje en un intento pueril por decir de ella todo lo magnánima que fue su humildad? ¿Echarnos a llorar y a maldecir que haya muerto alguien que, en la misma entrevista que hemos citado, dijo claramente que «para mí, la vida es una aventura con fecha de caducidad»? ¿Rebelarnos contra la muerte?

 

El único consuelo de quien escribe estas líneas es saber que la propia Wislawa Szymborska también se divertía escribiendo reseñas de libros, que acabó reuniendo bajo el título Lecturas no obligatorias. Con Szymborska nada era obligatorio. Nada salvo darle las gracias. Nada salvo llorarle la muerte. Nada salvo dejar que hable ella y recordar que, sí, debemos llorarle la muerte, debemos hablar sobre ella, «pero sin exagerar». Y con sus palabras cerramos capítulo, decididos a hacer caso a sus consejos y a no hablar más sobre ella, a no detenernos en la muerte, a mantener la mirada tan viva como la suya durante toda nuestra vida. Nos callamos. Me callo. La leemos. No, no es obligatorio, pero se lo debemos. Seguramente para ella sería más importante nuestra lectura que el Nobel.

 

Wislawa Szymborska – Sobre la muerte, sin exagerar.

No sabe encajar una broma,
no sabe de estrellas, de puentes,
de tejidos, de minas, de labranza,
de construir barcos, ni de pastelería.

Hablamos sobre el día de mañana
y dice su última palabra
sin venir nunca al caso.

Ni siquiera sabe hacer
las funciones propias de su oficio:
ni cavar fosas,
ni clavar ataúdes,
ni limpiar los despojos que su paso deja.

Ajetreada con tanto matar,
lo hace de cualquier modo,
sin método ni destreza.
Como si se estrenara con cada uno de nosotros.

De acuerdo, tiene éxitos,
pero, ¡cuántos fracasos,
cuántos golpes fallidos
e intentonas estériles!

A veces le faltan fuerzas
para fulminar a una mosca al vuelo.
Y más de una oruga la deja atrás
al arrastrarse en la carrera a más velocidad.

Todos esos tubérculos,
vainas, antenas, aletas y branquias,
plumajes nupciales y pelambres de invierno
demuestran serios retrasos
en su penosa labor.

La mala voluntad no basta,
y nuestra ayuda a base de guerras y revueltas
no le resulta por ahora suficiente.

En los huevos laten corazones.
Crecen los esqueletos de los recién nacidos.
Las semillas se visten con sus primeras hojas
y a veces también con árboles en el horizonte.

Quien afirma que es todopoderosa
es, él mismo, prueba viviente
de que, de todopoderosa, nada.

No existe vida
que, aun por un instante,
no sea inmortal.

La muerte
siempre llega con ese instante de retraso.

En vano golpea con la aldaba
en la puerta invisible.
Lo ya vivido
no se lo puede llevar.

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