Cada vez que algún amigo (incauto) me pide que le recomiende algún disco de Editors o de Interpol, siempre le digo que se haga con el Unkown Pleasures (Factory Records, 1979) o con el Closer (Factory Records, 1980). Más allá de la ironía, que no siempre es bien recibida (aunque hay quien me ha agradecido que le descubriese un grupo actual que desconocía -suspiro-), el sentido de la recomendación es bien claro: se trata de un grupo seminal cuya influencia trasciende épocas y estilos; y cuyos discos, cuales vinos reserva, adquieren con el tiempo el estatus, bien merecido, de obras maestras. Reconocer la influencia no es sólo un sano ejercicio de (auto)conocimiento, sino que sirve también para buscar nuevos caminos. Aprende de los maestros, que siempre se dice. También sirve para darse cuenta de que, en demasiadas ocasiones, aquel grupo que cautiva por un sonido sofisticado y una pose trascendente saquean, más que incorporan, la escueta obra de los auténticos precursores, más por desconocimiento de sus fans que no por méritos propios.
Nadie sabe a ciencia cierta cuál sería hoy en día el legado de Joy Division si Ian Curtis (1956–1980) no hubiese decidido abandonar este mundo de forma prematura. Si bien Bernard Sumner y Peter Hook tienen mucho que decir en la definición del sonido de la banda, la sombra de Curtis es alargada y acompañó el proyecto New Order incluso en aquellos momentos en los que se decantaban hacia un eurodance más hedonista, aunque no parece factible (en principio) que el letrista de Shadowplay fuese capaz de bailar al ritmo de World In Motion. Pero ¿quién sabe? The Human League, The Stone Roses y el movimiento new romantics, aparte del goth rock, le deben mucho a la estructura de las canciones de Joy Division, sustentadas en un bajo que soporta el grueso de la melodía y en el sonido futurístico de los sintetizadores.
Uno de los grupos que mejor ha preservado el espíritu de Joy Division es, sin lugar a dudas, The Cure. Coetáneos de los de Manchester, la banda de Robert Smith siempre ha cultivado la introspección, más universal y menos urbana, y han sublimado como pocos la definición de texturas y atmósferas, en ocasiones asfixiantes, en sus composiciones. En ausencia de Joy Division, que durante los primeros ochenta quedaron relegados a emisoras no comerciales y a retrospectivas, The Cure se convirtieron en algo así como el icono popular del rock gótico, gracias a su imagen decadente y afectada, que a veces distraía del auténtico calado de sus composiciones, para nada superficial. Cabe añadir además que Simon Gallup, quizá uno de los mejores bajistas que haya dado la música, revitalizó las innovaciones que había introducido Peter Hook; su trabajo hace que la conexión entre ambas bandas resalte nada más se pone en marcha la melodía, como en esta Plainsong del laureadísimo Disintegration (Fiction, 1989), canción que se antoja una segunda parte sosegada de New Dawn Fades.
La elección obvia como herederos de Joy Division parece que tendría que ser New Order, pero su orientación al dance, dejando aparte el primer disco, Movement (Factory, 1981, un disco dubitativo en el que aún pesa la pérdida de Curtis), los sitúa unos cuantos pasos más allá de grupos como The Cure. Bizarre Love Triangle, que aparecería en Brotherhood (Factory, 1986), sería la piedra Rosetta ideal que traduciría la influencia de Joy Division en la nueva ola de la música pop de los ochenta; pero, aparte de la melodía infecciosa, también incluye una letra inquietante: ¿es el título una referencia nada velada al peculiar triángulo de amor entre Curtis, su esposa Deborah y la periodista belga Annik Honoré, cuya complejidad precipitó al cantante al fatídico desenlace?
Con una carrera no tan corta pero igual de influyente, Bauhaus fueron cruciales a la hora de definir tanto el sonido del rock gótico como el del industrial. Es este aspecto, el de la decadencia urbana, el que hermana a la banda de Northampton con la de Manchester y que se filtra en la poética de Bauhaus y en las letras de Ian Curtis. Bela Lugosi’s Dead (Backs, 1979), el primer sencillo del grupo de Daniel Ash y Peter Murphy asfixia con sus más de nueve minutos de letanía metálica. Junto con Disorder forman un inquietante díptico de insanía mental y melodía sofocante.
Siouxsie And The Banshees es el paradigma de banda que, tras la eclosión del punk, vio cómo su carrera se precipitaba en una huida hacia delante, arrastrada por los constantes cambios estilísticos en la escena del rock. A la inmediatez del punk incorporaron un sonido más dramático, situándose en un post-punk que aún guarda la agresividad primigenia y que, hoy en día, se reencarna en grupos como Savages.
Spellbound es una buena muestra de esa evolución a medio camino entre Joy Division y la new wave, sin renunciar del todo al espíritu de Sex Pistols. La evolución del sonido sintetizado, que se impuso sobre el tradicional (guitarra, bajo y batería) ya en New Order vivió un brillante apogeo en los primeros años de la década de los ochenta. Pero antes de que las hombreras, las mallas y el pelo encrespado se mimetizase con el synth pop, el inicio de los new romantics asombró y cautivó a propios y extraños con canciones pegadizas, sonidos fríos e industriales y una narrativa que no por bella dejaba de ser descarnada. La reflexión social, narrada en pequeños dramas universales como este Don’t You Want Me, el éxito por el que siempre recordaremos a The Human League, tenía como influencia directa las letras de Curtis.
Simple Minds, una banda ávida de experimentación y nuevos sonidos hasta que dieron con la gallina de los huevos del stadium rock, llegó a Joy Division a partir del krautrock y del eurodance. Así, en Sons And Fascination (Virgin, 1981) industrializaron el sonido descarnado de la base rítmica de Hook y Morris, mientras Jim Kerr emulaba a Curtis manteniendo su versátil voz en registros de barítono. Al año siguiente ya saltaron a la new wave, pero este disco y la canción que le da nombre es el que más en deuda está con el sonido de los de Manchester.
Otro de esos grupos del arena rock que siempre se llena la boca con alabanzas a Joy Division son los irlandeses U2. El rock épico, sudoroso y descarnado hasta el War (Island, 1983), y épico y “genuinamente americano” a partir de The Joshua Tree (Island, 1987), vivió un impasse peculiar (y, para quien suscribe estas líneas, estimulante) en el que experimentaron con texturas más versátiles (gracias a la mano de Brian Eno) y decidieron revisar el paradigma de su sonido. Si bien The Unforgettable Fire (Island, 1984) resultó un disco irregular y extremo (desde el pasaje instrumental Promenade a la sonrojante charada de Elvis Presley & America), Clayton y Mullen Jr le dan un brío acelerado a la joydivisionense Wire, que encajaría perfectamente en cualquier disco de homenaje a la banda de Curtis.
Echo and the Bunnymen nacieron al mismo tiempo en la cercana Liverpool, y como Joy Division sus raíces urbanas, de una Gran Bretaña en plena depresión, dejan su huella en un sonido quizá no tan áspero y hermético como los de Manchester, pero tan oscuro e íntimo como aquel. En 1985 su sonido se había suavizado bastante, limando la aspereza post-punk que los hermanaba con los Division camino de un rock más progresivo y mainstream, como testifica el hecho de que este Bring on the Dancing Horses estuviese en la banda sonora de la película de John Hughes La chica de rosa (Pretty in Pink, 1986).
Si Echo and the Bunnymen se decantaron por el lado rock, Depeche Mode tomaron el dramatismo de Curtis y los sintetizadores de Sumner y Hook, progresando del synth pop inicial a un synth rock épico que los llevó a reinar en un ámbito lleno de bandas de mucha menor entidad. El histrionismo de Dave Gahan no resta la gravedad y aplomo con que recita versos de personajes desubicados. Aunque la seducción de la música techno revista sus canciones de un aura adolescente (“you’re only fifteen and you look good”, cantan en este A Question of Time, para añadir que si no sigue sus consejos, “it won’t be long until you do exactly what they want you to”), Depeche Mode guardan un deje solemne y recurrente muy propio del post-punk de finales de los setenta.
The Stone Roses supondría el siguiente paso, el de la banalización de la herencia de Joy Division a lo largo del post-punk, eurodance y techno para acabar en la maraña psicodélica de un grupo cuya foto ilustra la entrada del vocablo hype en la Wikipedia. Sin embargo, sería injusto relegar una canción que, desde la superficialidad y el narcisismo, se nutre en la base de la estructura atmosférica de Dead Souls: una entrada larga en crescendo progresivo, libertad de movimientos para la frase melódica y para el desarrollo de las bases rítmicas, la inflexión de la voz… Joy Division en Ibiza, ¿por qué no?
Damos un salto de una década y nos situamos en el inicio de un nuevo milenio y de una reinvención; tras el éxito avasallador de OK Computer (Parlophone, 1997), Radiohead decidió que ni iban a seguir por el mismo camino ni iban a llevar a cabo una reinvención al uso: pocos grupos se atreven a romper con un éxito y buscar desesperadamente nuevas formas de comunicarse. Kid A (Parlophone, 2000) escondió la voz de Thom Yorke bajo capas de efectos, mezclas y guitarras saturadas; y, aun así, mantuvieron (o más bien lograron encontrarlo en la trastienda de sus enciclopédicas influencias) la esencia intacta. Instalados también en la exploración lírica de la angustia vital, estos fans de Joy Division dieron rienda suelta a una lectura, deconstruida y espidificada, de un Digital que se tituló, en el 2000, The National Anthem.
Otro salto adelante, esta vez de cinco años, para aterrizar en el momento de la eclosión de bandas post-post-punk, a mediados de los dos mil. En un primer momento, Bloc Party destacó de entre todos los homenajeadores con fuerza: dueños de un rock contundente, desnudo, de recio esqueleto, Kele Okereke trasladaba la angustia juvenil del Manchester postindustrial de finales de los setenta a la City londinense, la urbe cosmopolita y capital (europea) del capitalismo (valga la redundancia) en los prolegómenos del desplome actual del sistema. Silent Alarm (Wichita, 2005) fue un brillante debut que llevaba el sonido del post-punk hacia su nacimiento, a la furia desatada de sus predecesores, con algunos toques orientados hacia el AOR; nada nuevo bajo el sol que, sin embargo, sonaba estimulante. El ritmo sincopado de Banquet recuerda, sobre todo en el arranque, a Digital.
No es tan fácil rastrear las influencias en un grupo tan singular como TV On The Radio, pero el post-punk de tendencia industrial, en plan Bauhaus, forma parte del núcleo vital y creativo de este grupo de Brooklyn. Sobre él, guitarras densas deudoras del noise y un groove heredero de la Motown forman un fresco de rara originalidad y frescura. Wolf Like Me quizá sea una de sus canciones más accesibles, pero, aun así, no cabe duda de que en el mundo de Tunde Adebimpe, como en el de Ian Curtis, las luces están atenuadas a golpe de loop.
En el otro extremo, Editors e Interpol se disputan el puesto de mayor sosias de Joy Division. En esa fina línea entre el homenaje y el saqueo, An End Has An Start descafeína A Means To An End, mientras No I In Threesome toma la herencia de los mancunianos, la despoja de tensión y recoloca sus elementos (la melodía sustentada por el bajo, las guitarras llenando los intersticios) para hacer algo parecido a un Joy Division for Babies. Ambas canciones coincidieron en el tiempo con el renovado interés por Joy Division, a dos años del vigésimo aniversario de lanzamiento de Unkown Pleasures. En ese aspecto quizá sirvieron de ayuda para reavivar el interés por la banda. Aparte de eso, no destacan por gran cosa más.
Quienes sí han conseguido conjugar la herencia del post-punk con un sonido propio y una personalidad marcada son The National. Antes de dotar de una banda sonora desasosegantemente seductora a la Boda Roja, Matt Berninger y las parejas de hermanos Dessner y Devendorf exploran el aspecto más melancólico del sonido, apelando a la contención para conservar, entre el tempo tranquilo y los silencios, el legado de Curtis. Terrible Love es quizá la canción más divisionera de la banda, y con la que abría su penúltimo y laureado trabajo, High Violet (4AD, 2010).
El año de la eclosión de bandas como Editors vio también cómo un grupo gallego recombinaba la herencia de Joy Division y la situaba en unas coordenadas propias y originales, emplazadas por la garra y el talento del grupo de Isabel Cea. Es imposible obviar que la idiosincrasia del grupo tiene, obviamente, un peso específico en sus canciones, sobre todo si nos fijamos en el ámbito narrativo; pero es en la crudeza e inmediatez de la base rítmica, unido al muro de sonido que tiene su referente en el indie y el noise (desde My Bloody Valentine a los granadinos Los Planetas) los que hicieron de su debut homónimo (Mushroom Pillow, 2007) una bala disparada al corazón del conformismo. El crimen: cómo ocurre y cómo remediarlo invita a desgañitarse en los bises para recordar que llevar navaja siempre es conveniente. ¿No resulta inquietante?
Pero si tenemos que hablar del grupo español que mejor haya recogido y reflejado el espíritu de Joy Division estos son, sin lugar a dudas, nudozurdo. Los madrileños cultivan un revival post-punk que pone el énfasis en las atmósferas tensas. Hieráticos en directo, han perfeccionado la contención lírica para demoler sistemáticamente cualquier atisbo de esperanza; el optimismo y la dolce vita no tienen cabida en sus letras oscuras, como se puede comprobar en este Prometo hacerte daño. Decir que Tara motor hembra (Everlasting, 2010) es desasosegante es quedarse corto.
Las nuevas generaciones siguen escarbando y ahondando en el legado de Joy Division. Savages son la muestra más reciente: un grupo cuyo debut, Silence Yourself (Matador, 2013) no se ha limitado, como hace cerca de diez años, a repetir esquemas, sino que capturan la esencia de la young angst demoledora y la revierten afilando el lado más punk y crudo. Como cruda es la letra de I Am Here, un grito desesperado por encontrar la identidad en un mundo inhumano.
La influencia de Joy Division ha sido transversal y universal, y causa admiración en artistas que no parecen tener una relación estilística directa. Muchos han sido los homenajes, y uno de ellos, A Meaning To An End (Virgin, 1995), contó con esta delicada versión de Transmission a cargo de Low. Desnuda de la artillería pesada, las voces apenas susurradas de Allan Sparhawk y Mimi Parker revelan la íntima grandeza de la letra. Un delicado y sentido cierre para la lista que os presentamos.