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La pelea a la contra de Scott Weiland

Un fatídico viernes 4 de diciembre amanecimos con una noticia retumbando en el ciberespacio: Scott Weiland había fallecido. Todo aquel que viviera en mayor o menor medida el rock de los 90’s debió de recordar que Stone Temple Pilots, más allá de su escala particular de gustos, fueron un indiscutible icono y aportaron canciones muy representativas de aquella época. Quien, además, conserve también en su corazón aquella escena y aún siga añorando su diversidad, alma y capacidad de arraigo, por fuerza, debió de sentir el impacto, la punzada: nos ha dejado para siempre un grande, un músico real, un hombre nacido para subirse a un escenario y endulzarnos la vida, un artista con una personalidad y sensibilidad infinitamente superiores a las que mucho talibán del grunge, esa cómica y oportunista etiqueta, estuvo dispuesto a concederle. Contemplado con un mínimo de objetividad el rumbo que ha seguido la música desde entonces asistimos a una perspectiva desoladora: nos quedan por conocer muchos fallecimientos de mitos, pero escasos advenimientos. Más allá de excepciones marginales, no se vislumbra el relevo para creadores de esta estirpe. Y Weiland, pese a quien le pese, lo fue. Un bucle de adicciones, desintoxicaciones y recaídas, agravado por una serie de exigencias económicas como consecuencia de un conflictivo divorcio, fue erosionando poco a poco sus fuerzas estos últimos años y, desgraciadamente, le ha llevado por delante, uniéndose así al reguero de víctimas formado por, entre otros, Kurt Cobain o Layne Staley. La pena es absoluta; la pérdida, irreemplazable. Afortunadamente, su legado es imperecedero.

Todo empezó en 1992 con Core, la rotunda tarjeta de presentación de Stone Temple Pilots. El disco gustó y tuvo buen nivel de ventas, pero el afán depurador que suele implicar todo movimiento musical, y esto en aquellos años fue especialmente severo, les granjeó bastante tibieza, cuando no animadversión. Recordemos que en ese momento Nirvana y Pearl Jam habían desviado la historia del rock y atraídos los focos de medio mundo hacia Seattle con dos discos cruciales como Nevermind y Ten. En un ejercicio de simpleza y esquematismo, y amparados por el frecuente deje barítono de su voz y alguna puntual pose afectada en los videoclips, muchos se lanzaron a la yugular de Scott Weiland reduciéndole a oportunista imitador de Eddie Vedder. ‘Pearl Wannabe’, llegó a bautizarles algún iluminado. Quien en cambio se lanzara a la escucha atenta de aquel álbum libre de prejuicios, descubrió un ramalazo metálico, una sinuosidad y una contundencia que poco o nada remitían a Smells Like Teen Spirit o Alive y más, por ejemplo, a una banda coetánea menos encumbrada pero, como mínimo, tan brillante como las citadas: Alice In Chains. Se podría discutir, pues, su carácter pionero, pero jamás la flexibilidad de miras, la inquietud por explorar. Tampoco algunos de sus primeros clásicos como Sex Type Thing, Plush o Crackerman, tres canciones particularmente apabullantes.

Con este desmesurado estigma de banda impersonal, Weiland, líder de la formación junto a los hermanos DeLeo, Robert y Dean, y Eric Kretz, no se arrugaron y siguieron su camino. Resulta tan clarividente como doloroso, en la música y en tantas otras cuestiones importantes de la vida, mirar las cosas con perspectiva. Purple, su segundo álbum, el más aclamado, era una colección de temas muy inspirados, tal vez su obra más sólida, y la MTV bombardeaba constantemente aquellos videoclips tan rebosantes de encanto, tan entrañables, como los de Vasoline e Interstate Love Song. El tono de la banda, si bien el cambio con respecto a Core no fue radical, se volvió algo más desenfadado, menos solemne y oscuro. Otro matiz que debería haber disipado sospechas. Se empezaba ya a intuir un gusto por la melodía, un ramalazo pop, incluso, ligeramente, un aire glam. Eso se ratificó con el siguiente disco, una absoluta delicia con una enorme exuberancia de registros llamada Tiny Music… Songs From The Vatican Gift Shop. Canciones, por ejemplo, como Lady Picture Show, Trippin’ On A Hole In A Paper Heart o Adhesive eran magia y sentimiento en estado puro. De largo, lo más imaginativo que habían ofrecido hasta entonces, y quizá lo más necesario: el argumento incontestable de que Stone Temple Pilots tenían hambre por crecer y evolucionar, tenían voz propia. La cruel realidad es que, cuando más lo merecían, el gusto del público y el interés mediático comenzó a languidecer, y la banda, también enturbiada por el problema con las drogas de Weiland, inició su declive. Nº4, publicado cuando el pasado siglo agonizaba, aún mantuvo el fulgor (imposible olvidar aquella gema llamada Atlanta, digna del mejor Bowie o de los mejores Suede), pero ya en los posteriores Shangri-La Dee Da y Stone Temple Pilots se percibía la decadencia, la carcoma, la sensación de que la pelea a la contra estaba devastando la chispa del grupo y la entereza de su cantante.

A partir de 1996, fecha de su citada tercera obra, las cosas comenzaron a ponerse difíciles para Stone Temple Pilots (para el rock en general, realmente) y Weiland trató de combatir la amenaza, sobreponerse al ocaso, con desigual acierto. Lo más notorio y relevante a nivel popular fue Velvet Revolver, aquella banda formada junto a componentes clásicos de Guns N’Roses como Duff McKagan y Slash. Lo más interesante desde un punto de vista artístico, en cambio, fue su debut en solitario, una pequeña e infravaloradísima exquisitez llamada 12 Bar Blues que se publicó en 1998 y que ratificaba, entre otras inquietudes y búsquedas, la debilidad que sentía nuestro protagonista por el glam como estilo y por la sutileza y el intimismo como señas de identidad. Atrapado entre sus turbulencias vitales y su instinto de supervivencia, logró grabar una continuación diez años después, Happy In Galoshes, además de una obra de versiones y otra de canciones navideñas. En pleno 2015 Weiland estrenaba banda, The Wildabouts, y un disco llamado Blaster que le estaba sirviendo para que muchos de sus fans recuperaran la ilusión y él volviera  a la carretera, desmejorado pero con ganas de espantar demonios. Allí mismo, en un autobús de la sombría Minnesota, le sorprendió la muerte, durmiendo. Alguien como él merece haberse ido así, en paz. Donde quiera que se encuentre, esperemos que añada otro consuelo a su despedida: aquellos que no recordamos con irritante condescendencia o desmitificación esos dorados 90’s, algo tristemente habitual y manido, sino con orgullo eterno, lamentamos tu final. Aquellos que en esta era de cantantes de diseño, de trivialidad, de ausencia de compromisos y de prostitución moral concebimos el rock angustiado y desafiante de aquella década como más vigente y balsámico, si cabe, que entonces… todos y cada uno de aquellos, en fin, no te olvidaremos jamás. (Pedro Rubio)

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