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KENDRICK LAMAR – DAMN.

Varias veces a lo largo de la historia la crítica musical ha sido incapaz de recoger con acierto y celeridad los fenómenos culturales underground y urgentes de cada época. Decir esto es un tanto polémico, pero ahí queda el cómo después de mucho tiempo se están levantando ahora géneros como el shoegazing o el no wave. Al Black Lives Matter y la hornada fogosa, inquieta y disconforme que ha producido el revival de la música negra en los últimos 5 años no le ha pasado eso. Kendrick Lamar es cabeza más dominante de esta hidra revolucionaria, y definitivamente, -cuidado- una de las figuras musicales más importantes de nuestra generación.
Después de un álbum tan determinante y trascendente como To Pimp a Butterfly (obviando que su predecesor es otro trabajo sobresaliente), el rapero de Compton tenía una presión y una responsabilidad tremenda por completar una continuación a la altura. Pero Duckworth no se ha cortado. DAMN. es un trabajo más personal, accesible e inmediato que su obra magna, pero no por ello pierde un ápice de interés. Tampoco siendo más introspectivo y divertido se acerca a Good Kid MAAD City, sino que se adapta con soltura y acierto a sonidos tremendamente contemporáneos. El cuarto largo de estudio del norteamericano se acerca con crudeza a la religión, la muerte, y en varias ocasiones a FOX News, y cómo en la cadena se criticó la letra de su single Alright. No tarda ni tres minutos en referirse al altercado protagonizado por Geraldo Rivera, quien llegó a asegurar que “el hip hop ha hecho más daño a los jóvenes afroamericanos en los últimos años que el propio racismo”. Así, tras la críptica introducción en la que una mujer ciega mata al rapero, Lamar entra reivindicando de forma salvaje su cultura en DNA., un corte de trap fogoso.
A pesar de este coqueteo con sonidos más actuales (no siempre en desprecio del free jazz o el soul), este DAMN. no es para nada similar a los proyectos de otros raperos actuales destacados como podrían ser Future o Drake. Es más, en ocasiones resulta más difícil de digerir, puesto que en vez de remediar todo mediante subrgaves y tropicalismo, Lamar se atreve a cambiar de tempo, instrumental, ambiente y hasta temática dentro de las mismas canciones. Esto otorga aún más ese aire intenso y frenético -a veces confuso- a los cortes con estos giros, mientras que a los demás los vuelve especialmente tranquilos y confortables. Como ejemplo claro de estos momentos pausados quedan la inesperada colaboración con Rihanna (con esa capacidad inagotable de hacer hits de hip hop de la de Barbados) y LOVE., de las más destacadas del álbum con la ayuda del semi desconocido Zacari. Estas son dos canciones, que a diferencia de prácticamente todas las de TPAB, podrían entrar en la radio. Lo que es interesante teniendo en cuenta la carga sentimental y la entrega personal que Duckworth nos permite entrever en ellas.
Continuando con los incontables bienes que parecen llegar en forma de anécdota, contamos primero con la producción de James Blake en ELEMENT., un tema en el que Lamar reivindica su posición privilegiada en el panorama del rap (al igual que en el single HUMBLE.). A esta sorpresa se une también la colaboración con Bono (U2) en XXX, un agitadísimo corte que no se frena hasta una segunda instrumental, mas soul, en la que el irlandés hace maravillas del estribillo. En los temas más inquietos, el norteamericano aborda, como en sus anteriores álbumes, cuestiones como la depresión, su soledad durante el ascenso a la fama, o la religión. Este último argumento se ve apoyado a través de las constantes referencias bíblicas, condicionadas por ese momento vital y confesional que representa el propio LP a través de la ficticia muerte de Lamar. Pero el clímax del álbum llega en FEAR. El tema de casi ocho minutos de duración es elegante y clásico, y en él Lamar habla de los miedos que le atormentaron en tres momentos de su vida: a los 7 años, a los 17, y a los 27. En el primer caso habla de la violencia en casa, y como creció con amenazas, para la segunda estrofa de su miedo a morir joven e intrascendente a través de los duelos de bandas callejeras, y en la tercera de como temió perderlo todo tras llegar a la cima con su último disco. La carga psicológica y emocional que vuelca Duckworth en esta canción es la que mejor representa la dinámica del disco. No es ya autobiográfico; es extremadamente personal y a pesar de ello entretenido.
El broche de oro lo pone el cierre: DUCKWORTH., una especie de moraleja sobre la suerte, que narra la historia -real- de un hombre que estuvo a punto de asesinar al padre de Lamar y acabó fichando al rapero para su sello. De nuevo contado con una sencillez pasmosa y sobre tres (¡!) instrumentales diferentes, a cada una mejor. Cierra además con un disparo, al igual que abre el disco, y un rebobinado hasta la primera canción, con Kendrick Lamar tratando de mostrarnos como una sola acción puede condicionar muchas vidas, pues de haber muerto su padre, seguramente él también lo habría hecho en las calles.
Sin comerlo ni beberlo Kendrick Lamar completa un álbum que se pretende no político (aunque lo es), no reivindicativo (aunque lo es), y muy personal (que sí que lo es). Y lo hace de forma bastante menos abrumadora que en sus dos largos previos, pero no por ello perdiendo profundidad. Con cada lanzamiento del rapero de Compton queda más claro el que estamos ante una de las figuras más relevantes para nuestra cultura (la de occidente, ya no digamos de la afroamericana, sobre la que tenemos nula potestad), al menos en la generación que nos atañe. Así se siente aún más como un privilegio el poder convivir con el momento más prolífico de un músico como Duckworth, que ya es historia de la música negra y no merece de comparaciones. También resulta bochornoso hablar de forma tan complaciente de alguien a quien se pretende analizar, y no enaltecer; pero los registros del norteamericano hablan por sí solos.

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