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Antony & The Johnsons – Cut the World

ANTONY & THE JOHNSONSA veces, la línea que separa lo sublime de lo ridículo es tan fina y ambigua que traspasarla inadvertidamente resulta de lo más fácil, aun (o sobretodo) con la mejor de las intenciones. ¿En qué lado queda Cut the World tras la escucha del monólogo de Antony Hegarty que conforma el segundo corte del disco? Quizá el espectador que disfrutó el año pasado de los dos conciertos que Antony brindó en Copenhague con la Orquesta Nacional de Cámara de Dinamarca celebró la singular cosmogonía del británico gracias a la magia del auditorio, de la complicidad que hubiese conseguido establecer el artista o a cualquier otro motivo desconocido para los que escuchamos este directo en nuestros auriculares. Para los cuales, los cerca de ocho minutos de filosofía new age repleta de sinsentidos, por muy espiritual que parezca, por muy pretendidamente revelador de la personalidad de Hegarty que sea, introduce un anticlímax que impregna el resto del minutaje con la sospecha de la impostura (o del sinsentido, sin ir más lejos). Y es que, como en la buena narrativa, lo bello, lo impactante, es lo que se sugiere y no lo que se desvela. Y menos si el discurso está plagado de falacias y magufadas como el influjo de la luna sobre nuestros cuerpos, compuestos al 70% de agua, y similares.

Pero no se trata tan sólo de la ruptura rítmica y narrativa, ni del contenido; sino que recuerda, sobre todo para aquellos que crecimos en los ochenta, esa costumbre obsoleta de usar la obra como herramienta para propagar consignas, tan rattleandhumiana que podríamos decir. Práctica cuyo abuso llevó a dudar de la validez artística de las obras que usaban como plataforma (recordemos el tropiezo de los chicos de Bono con ese disco tan mesiánico, justo antes de que pariesen su mejor disco), y a señalar la actitud de los artistas como impostura.

Y eso es lo que uno acaba sospechando del Cut the World: Que la emoción sea de pega, que tras la voz prodigiosa de Hegarty se haya colado el acomodamiento al estatus de estrella solicitada y venerada (por lo menos por parte de la crítica), y que esa sensibilidad transgenérica no sea del todo sincera. Bien podrían haberse ahorrado ese track para que esas sospechas no saltasen a primer plano (y, de paso, incluir alguna otra canción), pues es una lástima que sobre tan soberbio repertorio, aun a pesar de las sonoras omisiones de I’m a Bird Now, sobrevuele la sombra de la duda. Porque, en el fondo, aunque pareciese anecdótico, el problema no estriba tan sólo en este error de narrativa, tan similar a los párrafos-ladrillo de cualquier escritor novel, sino también en una sutil característica que impregna estas adaptaciones: tras la amplitud que otorga la orquesta, hay una homogenización de la lírica de Antony and the Johnsons, como en cualquiera de esos grandes éxitos remezclados (con tema inédito incluido, el que abre y da título al álbum, compuesto por Antony Hegarty para la ópera The Life and Death of Marina Abramović), sólo que esta vez en clave clásica. Los matices que la electrónica añade a unos textos, cuyo dramatismo potencia las aristas tecnológicas de sus discos, quedan mermados, suavizados en extremo, por la épica clásica de la orquesta. Entiéndase bien: no es que estas versiones estén exentas de emoción, sino que pierden mordiente, son más complacientes, como si la voluptuosidad de las cuerdas haga olvidar frases como «soy demasiado feliz, así que hiéreme». Si bien en cortes como Epilepsy Is Dancing la belleza y las nuevas dimensiones que abre la orquestación consiguen aparcar estas consideraciones, en otros (Swanlights, The Crying Light) la sensación de aburguesamiento del sonido resulta llamativo e inquietante.

Por otra parte, el disco hará las delicias de quien guste dejarse llevar apenas una hora (seguro que la grabación de los conciertos hubiese dado para un doble CD) por un estado de languidez preñada de momentos de autodestrucción y disolución en un nirvana de dolor íntimo, metafísico. Pero aquí volvemos a esa incómoda sensación de indulgencia: la belleza exacerbada mitiga la incomodidad de un cancionero que, en principio, hurga en esos rincones incómodos del alma, y que quiere también sacudir los cimientos de una moral excluyente y pacata. Cut the World es hermoso, bello, stendhaliano, y precisamente por ello, insuficiente.

PUNTUACIÓN CRAZYMINDS: 6/10

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