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STANDSTILL – DENTRO DE LA LUZ

Standstill son un puzle de difícil solución. Hay que reconocer que, en primera instancia, saben sublimar una sensibilidad melódica en estructuras rítmicas y compositivas nada obvias; ahí, en la seducción melódica, radica la primera causa de su éxito, acrecentado a niveles cercanos al mainstream con el anterior Adelante, Bonaparte (2010, Buena Suerte). Sin embargo, ese aspecto es sólo el más superficial. Si añadimos una variable de segundo orden, la temática generacional (la búsqueda de la identidad, la desorientación vital, la alienación, la búsqueda de valores, los eternos reveses sentimentales), tenemos la identificación (a veces, la mayoría, críptica) del oyente con la música. Pero, si vamos un paso más allá, la complejidad narrativa (que marcó su hito en el disco anterior) añade una variable cuya solución no es obvia, y cuya explicación se puede convertir en un campo de minas para quien intente descifrarlo.

Añadamos a la complejidad, la prolijidad de la narración, la densidad de unas narraciones multidimensionales que trascienden del terreno sonoro al visual y teatral: todo un maremágnum de sensaciones, impactos, niveles, conexiones, de difícil digestión. Cosa que desde aquí aplaudimos y jaleamos: para pasar el rato ya hay otros productos. El problema es que cualquier intento de domeñarlo y plasmarlo en este plano bidimensional (el del papel o la web en una línea espaciotiempo demasiado… lineal) está condenado a la simplificación. Cada cuál tendrá que encontrar su propia y única solución.

De todas formas, no somos los únicos que simplifican. La ecuación de duodécimo grado (esas doce variables del CD) que atiende al nombre de Dentro de la luz (2013, Buena Suerte/Sony), a pesar de volver a reproducir el mito del eterno retorno presente en Vivalaguerra (2006, Buena Suerte) y Adelante, Bonaparte, reduce los tres actos del anterior disco a uno solo. Quizá este sea más ambicioso, pero aquel era mucho más completo, rico y variado. En Dentro de la luz el viaje iniciático es de un solo sentido, que transita por un sendero estrecho en vez de expandirse por las anchas riberas de un Amazonas musical; se gana músculo pero se pierde variedad, no tanto musical (veremos que Standstill no son nada acomodaticios, aunque tampoco hayan cambiado su sonido) como narrativa.

Que no acabe el día establece las coordenadas en que se mueve el conjunto disco/espectáculo: la luz, uno de los símbolos positivos per se situado como eje principal de una epopeya inquietante. “¿Cómo puede ser que no acabe el día?”, o la amenaza de un tiempo desquiciado, de la luz como elemento ominoso, además de guía. Y la épica desbordada: el muro de sonido que irrumpe deja claro, con más bien poca sutileza, que el protagonista va a vivir un órdago de cuidado. Se respira solemnidad por los cuatro costados. Y quizá esta sea la crítica más destacada que se le puede hacer al disco: a veces, la solemnidad distrae de la profundidad, pues la primera no es condición necesaria para la segunda. El impacto inmediato es brutal, pero también se corre el peligro de salir de la narración a golpe de baqueta.

A continuación, Conjuro de todos los tiempos contiene algunas de las metáforas urbanas más bonitas y originales que se han escrito, cuanto menos en esta ciudad: nos retrata un personaje acobardado con delirios de grandeza, acogotado por las circunstancias. Distorsiones y percusiones ayudan a remarcar el carácter esquizofrénico de la situación. Adiós, madre, cuídate, empieza a ofrecernos la introspección del personaje: la figura de la madre capadora, de las difíciles relaciones paternofiliales, en una de las composiciones más delicadas y melódicamente más reconfortantes del conjunto; y, aun así, la tensión es palpable, inmensa, brutal, quizá la mejor canción del conjunto.

A partir de aquí, entramos en el terreno más intimista, el de las preguntas planteadas al borde del subconsciente. La tensión es palpable en artefactos cercanos a la experimentación, como en Nunca, nunca, nunca, odisea casi lisérgica que bien podría encajar en el viaje final de 2001 y uno de los más inquietantes en el directo.

SIn embargo, los mejores momentos aparecen casi siempre en aquellas canciones en las que la voz de Enric Montefusco acapara el protagonismo. Ese sigue siendo el mayor activo del grupo, y aunque el dramatismo de la instrumentación es soberbia, la voz es el puntal y el motor que modula las sensaciones, el instrumento principal y la voz narradora a la que el resto se supedita. Suyos son los crescendos más impactantes, suyo el instrumento que más destaca en Me gusta tanto y Vuela, extranjero, experimental y noisy la primera, 

Poco a poco la catarsis llega a su punto culminante, y este no es otro que Un sitio nuevo. Se vuelve a escuchar el lamento del niño que le pide a su madre que se cuide antes de romper definitivamente; aquí es la necesidad de aprehender la vida, el final de una evolución que exige la libertad ante el contrapunto de la muerte. De nuevo, las canciones más impactantes son las que se podrían susurrar al oído con sólo una guitarra y un poco de talento.

En definitiva, si el conjunto no deja de formar una obra fantástica, de una consistencia inquebrantable, por otra parte la solemnidad actúa, en ocasiones, en detrimento de la profundidad y de la sensibilidad de la obra. Aun a pesar de contar con innovaciones memorables, como en Pequeño pájaro, hubiéramos preferido algo un poco menos… perfecto, para así empatizar más con el protagonista del viaje.

Aunque quizá la solución a la ecuación dependa de cada uno. Ya nos diréis qué resultado os da a vosotros.

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