Me resulta difícil conectar con el sonido de los cantautores que se mueven en los terrenos del folk, el country y el americana, Bon Iver incluido. Shame on me, lo sé. No acostumbro identificar ninguna característica definitoria que consiga anclar la música en la memoria y asignarle su artista correspondiente.
Por otra parte, el artista pide un esfuerzo. Esfuerzo que, si se ve recompensado con un discurso claro y artísticamente satisfactorio, el oyente se sentirá satisfecho.
O transido de dolor, como es el caso.
Así, pues, despojémonos de prejuicios, porque el problema es, precisamente, ese. Intentemos apagar los ecos de Bon Iver, de The National, de The Antlers, incluso las resonancias a Suzanne Vega o k.d. lang (reminiscencias de épocas en que la radio quiso acercarse al folk-rock), y atendamos a lo que nos cuenta Sharon Van Etten.
En Tramp, Van Etten ha realizado un concienzudo ejercicio de introspección. Respaldada por el prestigio de sus dos discos anteriores, por la colaboración de artistas como Zach Condon, Jenn Wasner, Julianna Barwick, Matt Barrick y Thomas Bartlett, y con la producción del The National Aaron Dessner, nuestra cantautora de Nueva Jersey ha desnudado sus canciones de cualquier instrumentación superflua como reflejo de un discurso sincero y doloroso.
Adentrarse en las letras de canciones como Warsaw o el primer single, Serpents, es escuchar las confesiones más íntimas de una ruptura (autobiográfica y, en cierta manera, desasosegante) que no sólo trastoca un mundo, en sus coordenadas espaciotemporales, sociales y afectivas, sino que, además, ahonda en la herida haciendo aflorar la inseguridad de la artista y todo lo que ello conlleva: los sentimientos de culpa, de enajenación, de compasión, de desilusión. Amargos cantos a la dependencia (escalofriante ese Give Out, donde los silencios tras las acusaciones lanzadas son más elocuentes que la rabia contenida de la canción), recriminaciones dolorosas, heridas que las canciones no restañas, sino que añaden sal sobre ellas. Una forma de mantener abierto un canal por el que verter los conflictos y materializarlos en letras así de sinceras y así de abrasadoras.
Pero también hay lugar para la ternura y la melancolía. Tramp no es un disco rabioso, aunque lo pudiese parecer con ese arranque tan amargo y de violencia contenida. El dolor que vierte Leonard, una historia de mutua dependencia y del dolor de amar y decepcionar, es de las que asestan puñetazos en la boca del estómago. O Joke or a Lie, un broche delicado con el que certifica que no, que tras doce canciones no hay lugar para la esperanza.
Sin embargo, a pesar de la calidad intachable de la composición y la interpretación, no puedo evitar señalar cierto academicismo que envara el disco. Echo de menos un poco más de espontaneidad, que en algún momento Sharon quebrase y desgarrase esa voz tan recia y tan versátil, o ensuciase algo más la producción, rompiese algunos esquemas, que dotase a la delicadeza y la vulnerabilidad que rezuma el disco algunas gotas de rabia desatada.
Quizá fuese un paso más allá del umbral. Un paso mucho más doloroso para el artista y para quien se aventurase a traspasar el dintel hacia su mundo. No por ello desmerece un ápice una apuesta tan arriesgada a nivel personal. Estaremos pendientes a su presentación en alguno de los escenarios del Primavera Sound. Lleven pañuelos para enjugarse las lágrimas, por si acaso.
PUNTUACIÓN CRAZYMINDS: 7/10