Como ya os comentamos hace unos días, este sábado pasó por Madrid uno de los artistas más reconocibles del avant-garde y el ambient mundial, el canadiense Tim Hecker, y nosotros estuvimos allí para contároslo. El evento estaba organizado por 981heritage (que nos va a seguir trayendo nombres de lo más interesantes este otoño) y tuvo lugar en la Sala Taboo, empezando -bastante- tarde, con apertura de puertas a las 22:00 y dos puestas en escena que recibir.
La desconcertante disposición de la Sala Taboo siempre da lugar a curiosas organizaciones del público, con un espacio muy reducido entre las escaleras y el escenario, los asistentes tienden a rodear a los artistas y a tomar posiciones raras contra los muros y las vallas de contención superiores. Ante un sonido como el que presenciamos anoche la cosa no iba a ser diferente, y cuando uno entraba ya se encontraba las escaleras y parte del «foso» repletas de gente sentada, que permaneció así todo el concierto. Primero le tocó a Arash Moori, que con su redescubrimiento extraño e inédito del ruido y las ondas eléctricas se dedicó a reventar tímpanos de la mejor forma posible, marcándose unos impredecibles 35 minutos de intratable ruido que de vez en cuando adquiría cierta forma rítmica a base de distorsiones, pero que nunca llegaba a formalizar nada melódico o natural. El británico nos dejó ya totalmente a la merced del sonido intratable que esperábamos recibir, y entonces llegó Tim Hecker para definitivamente derrumbar la gran mayoría de los prejuicios, ideas o pretensiones que cualquiera pudiese tener hacia la música electrónica, o la música en sí y sus mismos límites.
Mientras los técnicos de sonido preparaban los cacharros del artista canadiense, la sala fue quedándose paulatinamente a oscuras, hasta que una de las pocas cosas que se podían vislumbrar eran las luces rojas del borde del escenario, que con todo el humo decorativo se fueron difuminando creando una línea de separación entre la infinitamente superior figura de Hecker y el resto de los presentes. Así, para cuando Tim Hecker salió al escenario, llevábamos más de 5 minutos viendo como salía humo sin parar, ya no se diferenciaban líneas concretas y todo el foso estaba lleno de gente sentada, que ni siquiera miraba al escenario, simplemente estaba esperando para recibir con los ojos cerrados, o agarrándose de forma sectaria, la tromba sinfónica que se le venía encima. Tras un primer minuto minimalista, el aire, la sala y el espacio comenzaron a llenarse de pianos, órganos, golpes, ruidos extraños y distorsiones extremas que iban poco a poco manejando a placer a los allí presentes. A Hecker apenas se le veía junto a un minúsculo led azul, pero daba totalmente igual, podía uno imaginar sus manos tocando con las yemas de los dedos las cuadriculadas estructuras electrónicas industriales actuales y fundiéndolas, mezclándolas unas con otras y transformándolas en una masa viscosa que se movía hipnóticamente fuera incluso de su propio control. Los más concentrados pudimos escuchar cosas de Virgins, de Ravendeath 1972, e incluso algunos potentísimos teclados que sonaban muy nuevos, y que aún siendo algo inédito resultaron la parte más accesible de todo el show.
Durante los consiguientes 60 minutos el público entró en un estado cercano a la posesión diabólica, ojos cerrados, movimientos corporales pendulares, manos en la cara, espasmos a cámara super lenta… Y ni siquiera se podía hablar porque el sonido era tan potente y fogoso que llenaba casi todo lo que el oído podía llegar a percibir, poniendo en serio peligro y en seria duda la seguridad auditiva de cualquiera que se acercase lo suficiente. Al cabo de una hora y de forma bastante abrupta, Hecker cortó de raíz el hechizo y se deshizo en gestos de cariño y de despedida para el público, al que nos preguntamos si llegó a ver tras su trono en toda la noche.
Confirmó así el canadiense su condición de favorito o «estrella» dentro de un mundo creado por él mismo, y que en directo pone más en duda -si cabe- los límites de la música en una disonancia épico-dramática que entre tétrica y apabullante resulta maravillosa. Aún tienen ustedes la oportunidad de verle en Barcelona, o si no disfruten de sus álbumes en la «paz» de su hogar hasta quedar tan hundidos en el sonido que acepten todo agasajamiento que aquí se realiza, pues estamos ante algo determinante, al menos para el presente de nuestra escena artística.
* Foto: Cortesía de Son Estrella Galicia + Eyedropper