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The Jayhawks son inmortales

No resulta difícil situar a un grupo como The Jayhawks en el primerísimo nivel de la escena musical de las últimas cuatro décadas. Cualquiera con un mínimo de buen gusto y sentido común que se sumerja a fondo en su discografía, desde aquel efectivo debut homónimo publicado en 1986 hasta el flamante Paging Mr. Proust, debería sentirse complacido y agradecido por la deslumbrante colección de canciones que han regalado al mundo. Partiendo de sonidos americanos puramente tradicionales pero sonando con frescura, plenamente vigentes en todo momento, y con una admirable capacidad para transmitir con minuciosidad, delicadeza y hondura máxima todos los matices emocionales que oscilan entre la melancolía y la esperanza, esta banda estadounidense de Minneapolis es una maquinaria de precisión compositiva como se han contemplado pocas grabando álbumes o subiéndose a los escenarios. También una bendición, un asidero, un auténtico consuelo en estos tiempos indefinidos, volátiles.

Este merecido brindis introductorio, en fin, costaría rebatirlo. Donde surgen más discrepancias al respecto, donde procede el debate, es en elegir la mejor versión ofrecida por la formación liderada por Gary Louris. Al grano, sin tapujos: si son mejores con Mark Olson, su otro cofundador y compositor principal, o sin él. Hace años, a comienzos de los 2000, esa reflexión hubiera sonado a blasfemia. Recordemos  el regusto agridulce dejado por Smile, álbum bastante infravalorado por otra parte, pero que dejó gélidos a muchos de sus fans más puristas por su experimentación y vocación más abiertamente pop-rock. El descontento, excesivo, obedecía a un razonamiento aventurado e inexacto, pero hasta cierto punto fundado: Olson, que a mediados de los 90’s abandonó el grupo, se había llevado con él el aliento country-folk, el clasicismo, la autenticidad. Sin su concurso, The Jayhawks se habían convertido en una banda correcta más, sin la integridad y fiabilidad de antaño, mutilada. Fue entonces, cuando pocos mantenían la fe, cuando apareció el exquisito y aclamado Rainy Day Music y ocurrieron dos cosas: la figura de Louris se reforzó y el debate cobró sentido.

Nadie debería haber dudado de él, conviene aclarar, máxime cuando el primer disco sin Olson, el inmediatamente anterior a Smile, fue Sound Of Lies, seguramente lo más hermoso y estremecedor que esta banda ha grabado jamás, pero el caso es que tapó bocas, reconcilió a los escépticos y ofreció en esa gira acústica, concretamente en esa gira, una plenitud escénica absoluta. Años después, fue bonito ver a Olson de nuevo regresar al grupo de su vida, y alguno de sus primeros conciertos fue particularmente mágico, como el del Azkena Rock de 2008, pero el álbum grabado en aquella coyuntura, Mockingbird Time, si bien resultó bastante digno, no entusiasmó a casi nadie. También costaba ser indulgente con algunas de sus últimas actuaciones, una vez publicado el disco, donde la falta de química y de entusiasmo resultaba tan molesta como innegable. Todo esto se saldó con una nueva despedida de Olson y con la enésima perspectiva incierta en torno a The Jayhawks.

Afortunadamente, con Louris de nuevo al mando, la banda decidió continuar, y este año disipó dudas: su nuevo disco, el citado Paging Mr Proust, es uno de los mejores en su estilo publicados recientemente; las musas siguen serviles, alineadas. Faltaba por confirmar si el tono y el hechizo de los conciertos de la buena época eran recuperables. Ayer, una atestada Joy Eslava, y tras una actuación telonera de aroma folk y notable capacidad de sugerencia firmada por Joana Serrat, lo confirmó: los The Jayhawks que encogen el corazón y suspenden el tiempo, han vuelto. Con la participación de Chet Lyster, músico de Eels, también colaborador de Lucinda Williams, como músico de apoyo, el expectante público contempló, seguro que en menor o mayor medida con cierto estupor, la propuesta más eléctrica, contundente y  temperamental que esta formación ha ofrecido en muchísimo tiempo, tal vez en toda su trayectoria.

No fue por lo demás un concierto perfecto, ni de lejos tan modélico y excelso como los de la gira de Rainy Day Music, pero desde luego la experiencia, por lo arriesgado, por lo hasta cierto punto insólito, resultó convincente. Pero sobre todo, y volvamos a lo incontestable, a lo que no admite debates ni debería tolerar discrepancias, a la tremenda colección de canciones desgranadas. Calidad en estado puro, atemporalidad manifiesta. Desde Waiting For The Sun hasta Bad Time, la versión de Grand Funk Railroad con la que decidieron cerrar, pudo escucharse un repertorio muy certero y equilibrado, con muchas de las cumbres del repertorio de la banda y, si nos abstraemos de que Louris no suele parecer excesivamente cómodo regodeándose en las tinieblas del Sound Of Lies, algo comprensible pero que dotaría aún de mayor impacto sentimental a sus actuaciones, con pocas omisiones llamativas.

Un austero y eficaz Marc Perlman al bajo, Tim O’ Reagan, manejando con habilidad las baquetas y aportando voces de apoyo, y la dulzura en los coros y las líneas de teclado de Karen Grotberg acompañaron y se compenetraron con el líder con la pericia habitual. Lyster, que tan pronto se colgaba la guitarra eléctrica y punteaba ciertos pasajes de algún tema como tiraba del slide con su steel guitar para crear atmósferas, también acabó integrándose y resultando convincente, pero en algún momento sus aportaciones resultaron chirriantes y superfluas. Two Hearts o Save It For A Rainy Day, por ejemplo, sonaron innecesariamente saturadas. Aclaremos que no fue error suyo, de ejecución, sino de concepto. En The Jayhawks menos suele ser más, y algún lance como los mencionados perdió poder de seducción por el citado y evitable recargamiento. Fue también ostensible el elevado volumen de todos los instrumentos, en general, que ahogaba en algunos momentos la voz de Louris y deslucía ligeramente las interpretaciones. Esto fue evidente, por ejemplo, en Pretty Roses In You Hair, muy estridente y agresiva, y uno de los pocos pasos en falso del concierto.

Afortunadamente, la balanza se inclinó claramente de lado de los aciertos. Y habría que rescatar varios. Blue y I’d Run Away, clásicos inmortales, sonaron como deben sonar: ortodoxas, respetuosas, imbatibles. Comeback Kids y Leaving The Monsters Behind, del último disco, ofrecieron esa cierta vibración psicodélica que distingue su último álbum, y fueron agradables, estimulantes. Big Star, único rescate del Sound Of Lies, fue un festín de tensión eléctrica, lo más volcánico que se recuerda de esta banda sobre las tablas. Tampa To Tulsa, cantada por O’Reagan con máxima entrega, fue adecuadamente elevada por el slide de Lyster. Angelyne, ejecutada a solas por Louris, evidenció el poder íntimo de las composiciones de esta banda, la belleza de su desnudez. Y el engranaje funcionó a la perfección con los que probablemente fueron los dos instantes más persuasivos de todo el concierto, All The Right Reasons y Tailspin, radiantes ambas, y donde la guitarra de Lyster aportó una creatividad y un acoplamiento dignos de elogio. I’m Gonna Make You Love Me y la apuntada Bad Time sirvieron para poner punto y final a una velada que se encontraba en su punto más alto, donde la gente hubiera permanecido toda la noche allí, fascinada ante este obsequio de la naturaleza, este ejemplo de supervivencia, sin pensar ya en debates ni comparaciones; simplemente disfrutando, sintiendo, conmoviéndose. Viviendo.

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