Los griegos definieron hace tiempo la diferencia entre mito y realidad. Se nota que no conocían las andanzas de Bobby Gillespie y sus secuaces. Primal Scream aterrizaba en la Riviera madrileña con el peso de la inmortalidad a sus espaldas. La banda banda de Glasgow lleva desde los 90 mostrando los caminos más sinuosos del pop a un mundo necesitado de creatividad musical. En Madrid recuperaron aquellos viejos tiempos, los hicieron presentes y jugaron con las diferencias entre mito y realidad.
La primera vez es siempre intensa. Nuestro primer encuentro con aquella banda inclasificable convertida en parte de nuestras vidas.Un chorro de electricidad te recorre el cuerpo anunciando una velada para el recuerdo. Estaba siendo una noche cargada de los ecos negativos de la breve actuación de la banda en Barcelona. Todas esas referencias se vinieron abajo con los primeros acordes de Swastika Eyes, un tema directo al corazón melómano de los presentes que servía para iniciar un recorrido más rockero que electrónico por el ecléctico repertorio de Primal Scream. La frialdad de Billie sobre el escenario se abría paso entre un sonido pulido y atractivo que hacía vibrar al público a través de Slip Inside, Jailbird, Dolls o It’s Alright.
En ese momento las barreras entre mito y realidad se desvanecieron para siempre. A pesar de la distancia entre pueblo y estrella provocada por la fría actitud de Billie Gillespie, el show logró meterse en el bolsillo a una apasionada platea. Para entonces éramos suyos en las estrofas de Demon o Stars. No era algo que hubieses imaginado en un concierto de Primal Scream, el mito se había refundado. Iba y venía convertido en una masa de emoción y buena música y una puesta en escena mínima pero efectiva.
Poses de estrella de Gillespie, el atractivo y buen sonido de Simone Butler, el nuevo rostro del banda al bajo, y un ritmo endiablado conseguían nublar la razón del crítico convirtiéndole en uno más de la iglesia Screamniana. Siempre por debajo del mito y por encima de la realidad, las canciones iban cayendo por su propio peso conquistando y seduciendo con fría ternura. Así fue hasta que en el final de la velada, los chicos de Glasgow se elevaron sobre Madrid tras encadenar Loaded, Country Girl y Rocks.
En ese momento sentimos el aliento de aquel Screamadelica que tanto bien hizo por los 90. Fue también cuando en plena catarsis la realidad se estrelló contra el suelo de la Riviera. Los Primal Scream se despidieron de Madrid con apenas una hora sobre el escenario. ¿Estrategia o pereza? Ante nosotros regresaron para unos bises que apenas alcanzaron para escuchar I’m losing more y Moving on top. El público palidecía al contemplar el fin definitivo de un concierto de apenas 70 minutos de duración.
La gente estaba enardecida, quería más. Fue un doloroso coitus interruptus en el momento álgido. El dinero invertido en unas costosas entradas no merecía una brevedad tan descarada. Entre reproches por parte del público, Billy recondujo el mito y regresó para contentar a Madrid con una versión larga de Come Together que sació en parte el hambre de una audiencia deseosa de más música.
A pesar de sus dos sesiones de bises, el mito se desvaneció demandando un esfuerzo extra por parte de la banda que no se produjo. Mi sueño imposible de contemplar Good Bye Johnny en directo se desvanecía al igual que algunas otras ilusiones del público aquella noche. Demasiadas canciones por escuchar. Poco importaba. A las afueras de la Riviera el embrujo del grupo seguía haciendo de las suyas. A las puertas de la sala madrileña se veían saltos y cánticos, ventas fulgurantes de merchandising y un sentimiento de comunión único. Es algo que solo los mitos como Primal Scream pueden generar. Una histeria colectiva en un día cualquiera para la banda forman una nueva y curiosa leyenda en el subconsciente de los asistentes a este directo olvidando la brevedad y un aforo no completo. No todos los días el mito vence a la realidad.