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Lydia Loveless ilumina el horizonte

Foto: Pedro Rubio.

 

21 de mayo de 2015.
Sala El Sol (Madrid).

 

Son tiempos aciagos para la juventud, se presagian tinieblas e incertidumbre, el futuro no es lo que era, que diría Robert De Niro en El Corazón Del Ángel, pero si uno indaga descubrirá que existen asideros a los que aferrar su fe y esperanza, benditas excepciones, cada vez más tristemente excepcionales. Lydia Loveless, la protagonista que nos ocupa, es un consuelo impagable en estos tiempos. Mientras muchos presuntos iconos actuales del folk rock desvirtúan este género con discografías asépticas y puestas en escena higiénicas y melifluas, naderías en toda regla, Lydia Loveless prefiere alejarse de los focos y de la complacencia para acercarse a la autenticidad, a la emoción, a la impudicia, a un despliegue de talento, inspiración y confesiones inaudito para alguien que aún no ha cumplido 25 años. Con cuatro discos a sus espaldas y un dominio de la música americana de raíces que asombra por su madurez y profundidad, su gira por España se antojaba imprescindible para cualquier fan del estilo. La madrileña sala El Sol serviría de escenario para la esperada demostración de esta precoz estadounidense. Y la demostración de nervio, sentimiento y, por encima de todo, canciones con empaque fue absoluta. Hay luz en el horizonte. Hay futuro.

Sin teloneros y, desgraciadamente, sin la afluencia de público que merece Loveless, el concierto arrancó desde el comienzo con rotundidad y temperatura. No existió esa costumbre, irritante en la mayoría de casos, de ir ajustando el sonido y la compenetración según se desarrolla la actuación. La joven de Ohio, notablemente respaldada por su banda, salió desde el comienzo a degüello, a flor de piel. No pocos escépticos ante el último disco, Somewhere Else, temían una suavización en el tono y maneras de la cantante. Citada obra es seguramente lo más pulido y melódico de su carrera hasta la fecha, pero la calidad es, como mínimo, la misma que su anterior trabajo, el afilado Indestructible Machine. De hecho, las más destacables del primer tramo de actuación fueron composiciones de Somewhere Else, maravillas que deberían derretir los corazones de media humanidad en un mundo justo, un mundo que no existirá jamás: Wine Lips y Chris Isaak, ambas irresistibles, ambas interpretadas con pasión y vehemencia. Lo suyo, pronto se vio, no iba a ser acomodarse y ejercer de figurín, sino salir a escena con un atuendo casual, rasguear su guitarra y ofrecer sus entrañas a los espectadores. Resultaba absurdo dudar.

La actuación fue muy equilibrada, no se advirtieron bajones ni picos pronunciados. El último citado álbum tuvo la esperada presencia, pero también supo acudir al rescate de Indestructible Machine con las oportunas Can’t Change Me y Crazy, esta última una de las más convincentes de la recta final, donde los componentes de la banda dejaron a solas a Lydia para que ofreciera un diminuto set acústico y confirmara su talento y capacidades, especialmente vocales, sin ningún tipo de aderezo. Estaba cómoda, manejando la escena con solvencia, acometiendo las canciones con intensidad, pero no resultaba difícil sospechar que existía un punto de ebullición y locura latente en la artista que un público más entregado hubiera desatado. No existió ese momento, lamentable e incomprensiblemente. Ni siquiera ante la apoteósica interpretación de esa necesaria canción llamada Steve Earle, quizá el cenit de la velada, aunque en las primeras filas pareció durante uno segundos que podía arder la mecha. Pronto se apagó. Loveless, por suerte, siguió encendida e iluminada hasta la despedida, donde, ya con banda de nuevo, regaló un Really Wanna See You que dejó un sabor de boca inmejorable y una certeza: no sólo hay futuro con ella. El presente también le pertenece.

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