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Las historias imperecederas de Alela Diane

Alguien dijo que todas las historias ya han sido escritas alguna vez. Lo único que cambia es el modo en cómo las contamos. Si no me creen, díganselo a los cientos de caminantes del folk que pasean sus canciones por salas de medio mundo. En este género abultado, hinchado, excesivamente manoseado estos días, no faltan los imitadores de Dylan y Guthrie y los seguidores de James Taylor y Joni Mitchell. Todo parece estar inventado. Y, sin embargo, siempre hay algún nombre que logra salirse del pelotón. No por lo novedoso de sus relatos o por su puesta en escena. Más bien por esa capacidad de contar las mismas historias de siempre como si hubieran sido escritas la noche anterior.

A sus treintaydos Alela Diane parece haber recorrido todas esas sendas posibles abiertas para el trovador folk. Tras unos primeros discos en los que la experiencia personal dibujaba deseos de huida mezclados con nostalgia por lo hogareño, su álbum junto a Wild Divine electrificaba su propuesta para dotarla de paisajes asfaltados y polvorientos. Sin embargo, la vida es puñetera. Un proceso de ruptura la devolvía a la casilla de salida. Folk depurado, sin veneno, pero con el arrojo necesario para decir esas verdades que uno esconde cuando es joven, llenaba una colección bautizada bajo el título About Farewell. Nada nuevo bajo el cielo. Cualquiera puede nombrar decenas de discos consagrados al final amoroso, desde el clásico Blood On The Tracks de Dylan al más reciente The Best In Its Tracks de Josh Ritter. Sin embargo, Diane, con su habitual manera de salirse de la senda marcada sin que se note mucho, lograba convertir lo previsible en único.

Algo de ese intento por extraer lo extraordinario de lo rutinario permanece en Cold Moon, su colección más reciente. Escrita a medias junto al guitarrista Ryan Francesconi, Diane firma aquí sus textos más universales, no por ello menos personales. Quizás por ello muchas de las canciones aparecen interpretadas a dos voces, para subrayar ese espíritu extranjero. Es Alela la que canta sobre el escenario, pero es otra guitarra la que acompaña con la seis cuerdas. Un instrumento más seco y apagado, en el que los silencios pesan y los ritmos brillan por su ausencia. Francesconi es un guitarrista dotado de virtuosismo, pero quizás demasiado alejado de las cadencias californianas que suelen mecer las nanas de Diane.

El resultado de este matrimonio artístico, tal como lo vimos en la madrileña sala El Sol, deja un poso tenso, satisfactorio en las distancias largas, insuficiente a ratos. Cuando la de Portland escarva en el paso del tiempo con Migration logra tocar la fibra sensible. Cuando intenta acelerar el tempo con Shapeless se estrella con un guitarrista preciosista, demasiado empeñado en encontrar la nota perfecta. Por suerte el repertorio acaba trufado también de canciones en solitario de Diane. Composiciones como Colorado Blue o The Rifle, que nos devuelven a las aguas refrescantes de Laurel Canyon. También una Lady Divine que, engarzada con la canción que cierra Cold Moon, insiste en esos ambientes en blanco y negro. La muerte y la infancia, el adiós y el paso de las estaciones mantienen erguidas esas canciones austeras, hechas para ser escuchadas al final del otoño. No hay nada novedoso en ello. Tan sólo la confirmación de que esas historias imperecederas merecen ser contadas una vez más.

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