Entre el tedio y la magia, lo somnoliento y lo hipnótico, la música de Kurt Vile camina siempre sobre el alambre. A ratos sus mantras guitarreros bombean elegancia y temple, consiguen hacer de la repetición una virtud y de la sencillez un tótem al que adorar. A ratos, esa misma insistencia en lo mismo y lo idéntico resulta soporífera, ramplona, rayando el fraude de aquello que parece hecho para hacer pasar por una genialidad lo que es simple casualidad. Vile, como aquel que ha encontrado la fórmula, su fórmula, no se esconde. Reincide una y otra vez en el mismo acorde como si quisiera encontrar el secreto que contiene en su interior. Deja caer esas palabras sueltas, puestas una tras otra como un crucigrama que el oyente debe resolver. Da pistas de su arte y se esconde tras esa espesa melena de pelo que apenas deja ver su rostro sobre el escenario. No obstante, conviene recordar que el misterio a veces no es mas que eso: misterio, cortina de humo para esconder las carencias del mago.
En su visita a Madrid el norteamericano echó mano del péndulo para hipnotizar a las víctimas de su ilusión. Comenzó con una Dust Bunnies oxidada, ruidosa, que recordaba a los primeros MC5; para, acto seguido, calzarse su disfraz de forajido country en I’m an outlaw. Aceleró el paso con un hit redondo y discotequero como Pretty Pimpin y desplegó todo su catálogo de habilidades con That’s Life, tho, una nana narcótica que recuerda al Lou Reed de Coney Island. Es allí, vestido de trovador neoyorquino, donde Vile encuentra por fin el equilibrio que se le resiste durante los primeros compases de la noche. Recuperando esa media sonrisa que luce en la portada de su reciente B’lieve i’m going down.
El momento dulce se alarga con All in a Daze Work y Stand Inside, dos canciones que el de Philadelphia interpreta a solas con su acústica. También con una KV Crimes en la que el guitarrista encuentra por fin el riff perfecto, la energía rock que parece resistírsele a ratos. Sin embargo, el dilema vuelve a aflorar con la plomiza Wakin on a Pretty Day. ¿Es Kurt Vile un genio o simple un suministrador de soma? ¿Un exquisito tejedor de canciones o un ilusionista capaz de disfrazar una misma melodía una y mil veces hasta hacerla pasar por algo único? Jesus Fever, con sus hechuras pop, apunta a lo primero. Recuerda que, más allá de esas repeticiones circulares, se esconde un compositor capaz de dar brillo a sus estribillos. En cambio Wild Imagination destapa otra vez los defectos del músico, ese estilo deshilachado que termina por afear el conjunto. A pesar de esos textos sugerentes que coronan la canción. Unos versos que parecen sacados del imaginario de Lewis Carroll, jugando a través del espejo de la fantasía y la realidad. Como Alicia en el país de las maravillas, Kurt Vile tiene la curiosa habilidad de cambiar de tamaño en cuestión de segundos, pasar en apenas un instante de gigante de la guitarra a simple aprendiz en el arte de la composición.
Al final, casi por zanjar la cuestión, Vile decide tomar el camino de en medio con Freak Train. Una pieza que recuerda a los Stooges de Fun House, a los setenta más rabiosos, a cuando el rock podía ser violento y peligroso. Justo lo que le faltó al resto del repertorio de la noche. Incluyendo los diez minutos extra. Una Puppet to the man que no oculta su deuda con los Dire Straits y Baby’s Arms, que Vile clavó para terminar de despistarnos, cerraron un concierto que arrojó más zonas oscuras que momentos brillantes. Una sensación de insatisfacción flotaba en el ambiente al salir de la sala. El regusto amargo de comprobar que Vile es capaz de lo mejor y lo peor, lo vulgar y lo divino.