Una guitarra, un clarinete y un saxofón sin dueños era todo lo que había sobre el escenario del Teatro Lara. Quizá alguno se acordó entonces del concierto en 2010 en una Sala Sol con sillas y mesas, como un café nocturno hundido en un sótano, cuando el cantautor y productor Joe Henry, ya todo un clásico de la música norteamericana de raíz, desplegó su lado más jazzístico, absorbente y oscuramente seductor con una banda en estado de gracia.
Pero esta vez sería muy diferente. La velada era un arriesgado cuerpo a cuerpo de Henry (y sus ya trece discos en la mochila) frente al público. Salió elegante, impecable, como siempre, americana negra, camisa blanca abrochada hasta el cuello, y arrancó con su guitarra dos canciones en femenino: Odetta y la intensa Like she was a hammer, en la que canta “there is no revolution without boots and song” que suena casi a dogma de fe. Íntimo, expresivo y fiándolo todo a su singular voz, difícil de clasificar, ni aguda ni grave, pero extraordinariamente emotiva, Henry concedería a partir de entonces casi todo el protagonismo a su flamante disco Invisible hour, publicado apenas un día antes.
Fue a la tercera canción cuando apareció un fiel escudero. Su hijo Levon Henry, que ya tocó en 2010 en la Sala Sol, entonces un niño, ahora un hombre de barba rubia y mirada perdida, tan huidizo y tímido como hace cuatro años, se subió al escenario del Lara para dar color y riqueza con su saxofón (a veces clarinete) a una noche que amenazaba con ser muy plana de otra manera. Improvisando en cada instante vacío, con un estilo libre y despreocupado, Levon garantizó que el legado musical de los Henry está en muy buenas manos. Juntos deslumbraron con Grave angels, canción de alma folk y uno de los mejores cortes de Invisible hour.
Con el padre concentrado en la guitarra y el hijo caracoleando y fantaseando al saxofón llegaron los mejores momentos del concierto. Es cierto que sin banda se perdieron los matices de jazz y blues, pero la encantadora Swayed (“to be seduced”, aclaró Henry) y Sparrow demostraron que Invisible hour es un álbum, al menos, de notable alto. Más madera ardió con la magnífica The man I keep hid, muy aplaudida y de los pocos momentos en los que Henry subió la presión y se permitió una (mínima) pose desafiante. Porque si la lección estaba siendo elocuente, con una delicadeza y un tacto dignos de admiración, también es cierto que quizá pecó de cierta monotonía en algunos tramos.
Para el final, Joe Henry reservó Plainspeak, dulce y con una cadencia casi de vals, un broche muy apropiado para un concierto de quince canciones tan íntimo que padre e hijo abandonaron el escenario, casi de la mano, saludando modestamente al público como si todo hubiera sido, en realidad, una velada de familia en el salón de su casa.