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Israel Nash exhibe delicadeza y músculo en Madrid

Estas épocas un tanto imprecisas, donde cuesta identificar los estilos más representativos del momento o las corrientes que ofrecen mejores discos o ideas, ejercen de filtro, sirven para depurar y afianzar todos aquellos géneros musicales ajenos a modas, los que año tras año y década tras década continúan brindando música pura, emotiva y atemporal. El rock americano es uno de ellos. Estandartes como Neil Young, Steve Earle, John Hiatt o Lucinda Williams, entre otros, aún continúan en activo y ofreciendo buena música, mientras que bandas como Drive-By Truckers han publicado varios de los álbumes más deslumbrantes que se han podido escuchar en los últimos lustros. Afortunadamente, el relevo y la buena salud de este bendito universo parecen asegurados con irrupciones de músicos más jóvenes como los Avett Brothers, Shooter Jennings o Ryan Adams, que han demostrado su solvencia en el country y en el folk, además de un buen ramillete de notables canciones. Y es ahí, en esta última categoría de solistas centrados en los sonidos de raíces, donde Israel Nash se ha colado como una de las revelaciones más indiscutibles de lo que llevamos de década. La madrileña Sala Boite rozaba el lleno hasta la bandera, y eso que no era la primera vez que el estadounidense recalaba en nuestro país. Argumentos no le faltan para esta progresiva seducción, para haberse metido en el bolsillo a una nutrida legión de seguidores. El más poderoso es su disco de 2011, el vibrante Barn Doors And Concrete Floors. Pero presentaba el posterior, de este año, el flamante Rain Plans. Y, a tenor de lo visto, algo de garra y efectividad parecen haberse perdido por el camino. Pese a todo, la experiencia fue agradable.

Con un gran telón con la portada del disco guardando las espaldas a Nash y a su banda y con los acordes de Woman At The Well, la actuación echó a rodar. Lo primero que llamó la atención fue la exquisitez del sonido, su pulcritud. La banda sonó engrasada, muy bien acoplada, rebosante de matices, extremadamente fiel a lo que se escucha en el álbum. Lo siguiente en adivinarse fue el protagonismo que esta nueva obra desempeñaría en la velada. Durante la primera mitad de la actuación, incluso algo más, el monopolio de Rain Plans fue absoluto. La ejecución fue impecable, con lo que las virtudes e inconvenientes transmitidos desde el escenario no distaban demasiado a los que pueden imputarse al disco. Esto es, mucha calidad, sobrada elegancia, pero cierta monotonía, algo de languidez. También una influencia de Neil Young más explícita de lo deseable. Afortunadamente, la capacidad de una buena canción para sobreponerse a las adversidades es casi incontestable, y hubo tres que emergieron y sostuvieron la arriesgada propuesta: Just Like Water, Mansions y la homónima.

Pese a la linealidad, la creciente intensidad se fue percibiendo, y se confirmó con la recta final del concierto, destinada especialmente a reivindicar su anterior álbum, y que concentró los momentos más vitoreados por la audiencia. Ahí se captó el desparpajo de Nash, su visceralidad, su tendencia a ese country rock encarnizado tan característico de Steve Earle en temas soberbios como Drown o Fool’s Gold, y que ejecutó con la sangre y el tesón añorados durante los primeros minutos. Quizá el sonido no fuera tan inmaculado como en las composiciones de Rain Plans, curiosamente, pero sí más contagioso. Una que conectó con el aire atmósferico de la primera parte fue Goodbye Ghost, y donde Nash confirmó que es perfectamente capaz de alternar varios tonos y registros y salir airoso, sin necesidad de reducirse tanto. Con Baltimore, llena de nervio, Nash se despidió, dejando buenas vibraciones entre la audiencia, y a buen seguro que extrema curiosidad por descubrir hacia dónde dirige sus pasos en el próximo disco.

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