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Huercasa Festival: Lección de madurez de John Hiatt y Steve Earle

En la penumbra, con menos ínfulas y respaldo mediático pero más calidad en su cartel que la mayoría, se presentaba la quinta edición del Huercasa Festival. A priori, resultaba razonable considerar su elenco de bandas y solistas como una de las más atractivas hasta el momento, si no la que más, y desde luego las expectativas eran elevadas. Pues bien, tras lo acontecido en la localidad segoviana de Riaza, en el rural y montañoso emplazamiento que albergó los seis conciertos de este año, la sensación es que, de entre los alrededor de diez mil que se dieron cita en el campo de fútbol Las Delicias, costaría encontrar un solo asistente decepcionado, incapaz de citar algún momento mágico para grabar a fuego en su memoria o corazón, convencido de no volver.

Las sesiones de bailes country, la apuesta por la comida sana, el tono familiar y los espacios y actividades dedicadas a los más pequeños le proporcionan una personalidad tan marcada como admirable. Su espíritu libre e independiente frente a los mastodónticos festivales de este país, mucho más asépticos, impersonales y corporativos, es de aplaudir y de agradecer. Las programaciones horarias de viernes y sábado, tan precisas como disfrutables sin excesivas aglomeraciones ni solapamientos ni elitistas zonas vip, denotan buen gusto, mimo y empatía con el público. Pero lógicamente, lo que marcó la diferencia, lo que eleva a este Huercasa desde ya como uno de los mejores festivales de este país, fue el exuberante nivel musical ofrecido desde su único escenario.

Viernes

Jaime Wyatt fue la encargada de abrir las actuaciones el viernes, día inaugural. Ataviada de blanco y tocada con un sombrero, arrancó con Wishing Well, canción también inicial de Felony Blues, uno de los discos más notables de rock americano publicados el pasado año. Comparada a menudo con Chrissie Hynde o Stevie Nicks, sobre el escenario, con su quebradiza voz, su pulsión introspectiva y un cierto aire tímido y distante, pareció por momentos acercarse a la inigualable Lucinda Williams. Quizá no fue un concierto muy adecuado para meterse a la gente en el bolsillo, y resultó desconcertante y dolorosa en una discografía tan corta como la suya la omisión de From Outer Space, seguramente su canción más certera y emotiva, pero interpretaciones como la de Your Loving Saves Me o Misery And Gin, versión de Merle Haggard, fueron momentos a reivindicar y que la confirman como una de las grandes esperanzas del estilo.

Volantazo de actitud y de maneras a continuación, por cortesía de Cadillac Three. Nunca serán el grupo más sutil o personal de su generación, pero la actitud más explosiva y deliberadamente rockera y gamberra de este festival la ofrecieron ellos, de largo. Ya se percibe ese empuje en sus discos, su sonido sureño, a diferencia de otras bandas similares como por ejemplo Vegabonds, supura hard rock, y el concierto fue una avalancha de guitarrazos y decibelios muy disfrutable. No pocos de los allí congregados, de paladar más tradicional, sufrieron ligeramente, era evidente que lo que allí sonaba tenía mucho más que ver con los Molly Hatchet más afilados, o incluso por momentos con Black Sabbath, que con Hank Williams, y la actitud chulesca de su frontman Jaren Johnston y sus permanentes, y difícilmente comprensibles, cambios de guitarras seguramente tampoco ayudaron a granjearle mucha estima, pero resulta una temeridad ignorar temas tan bien construidos como American Slang.

John Hiatt fue el encargado de cerrar la primera jornada y, de paso, todas y cada una de las bocas de los allí reunidos que sospechaban de su actuación por ceñirse tanto a un disco e ignorar el grueso de su discografía. Así fue, en efecto, el concierto fue un repaso de cabo a rabo de Slow Turning, su emblemático disco de los 80’s que cumplía treinta años. También sonaron dos canciones de Bring The Family, otra obra icónica de su extenso legado. Por supuesto faltaron canciones como planetas, seguramente la inmensa mayoría de las mejores que ha escrito este hombre; de hecho es bastante probable que la obra que nos ocupe no sea el pico más alto de genialidad de Hiatt. Pero, paradójicamente, su actuación fue la más impresionante e incontestable del viernes, y quizá de todo el festival; así de inagotable es su talento y fuelle, así de inescrutable es su grandeza.

Basculando entre el blues, el soul y el country, con ese sonido tan deliciosamente mixto como personal y ese admirable nivel de regularidad que Hiatt lleva manteniendo durante más de cinco décadas, el músico de Indiana dio un recital. Impecable fue su compenetración con Sonny Landreth, también artífice del disco homenajeado, brillantísimo guitarrista de culto y gran revolucionario de la técnica del slide, que le sirve para arrancar a su instrumento sonidos y atmósferas verdaderamente subyugantes. Tan eficaz y seductor en los lances más rítmicos (Tenessee Plates, Slow Turning) como conmovedor en los temas más intimistas (escalofriantes Icy Blue Heart, Is Anybody There? o Have A Little Faith In Me) lució un estado de forma envidiable, una voz tan impetuosa como incombustible, una evidente sintonía con la banda, con su repertorio y con su oficio. Lógico. Es difícil defender mejor un disco sobre un escenario. Es imposible envejecer mejor.

Sábado

Stephane Quayle, ya el sábado, tras un inmejorable sabor de boca dejado por la jornada anterior, abordó la titánica tarea de ocupar el espacio dejado por Hiatt hace unas horas. Su country, muy ortodoxo y resultón, prometía una actuación solvente, simplemente, pero inesperadamente se erigió como una de las revelaciones del festival. Partiendo de la posición seguramente más débil y menos atractiva del cartel, Quayle dio una lección de entusiasmo escénico, de explotación de sus recursos, de fe en sus posibilidades. Con una de las mejores sonorizaciones de todo el festival y una banda muy fina y competente cubriéndole las espaldas, prácticamente todas y cada una de sus canciones, especialmente Drinking With Dolly, Winnebago, Selfish y I’ve Got Your Six, parecieron ganar en vuelo y enjundia, en capacidad de contagio. Gratísima sorpresa.

Band Of Heathens, a continuación, pareció querer seguir la estela reivindicativa de Quayle y ofreció un concierto soberbio, la típica exhibición que disipa cualquier posible duda y te ratifica, te consagra. Los mimbres ya eran muy prometedores; con Duende, último LP, ya avisaron de que se encontraban seguramente en el momento más lúcido e inspirado de su carrera, y todo esa inercia favorable desembocó, bajo la noche segoviana, en una de las actuaciones probablemente más elegantes y hermosas que podamos contemplar este verano en cualquier escenario y bajo cualquier cielo. No sólo rebosan buen gusto y exquisitez componiendo, con esa regocijante cadencia tan deudora de The Band en muchos de sus temas, sino que, en escena, su versatilidad es llamativa; su inquietud por explorar diferentes sonoridades de la música americana, tremendamente loable. Tan pronto te hipnotizan con melodías celestiales o juegos vocales en la línea de The Jayhawks (All I’m Asking, Green Grass Of California) como apuestan por aluviones de guitarras en la onda de los Crazy Horse de Neil Young, algo muy evidente en la potente versión que ejecutaron de You Wreck Me, de Tom Petty & The Heartbreakers. Deep Is Love o L.A County Blues, entre otras composiciones propias, sonaron a gloria. Y la versión, con todo el sentido del mundo, que hicieron de Blue, de los citados The Jayhawks, fue particularmente antológica, un momento de magia pura, de admirable mímesis, de flor de piel.

Steve Earle, que ponía punto y final a la jornada y al festival, asumía un interesante reto: ofrecer un remate a la altura de lo vivido hasta entonces, que se presagiaba brillante, pero quizá no tanto. En condiciones normales, cuando este tipo ha ofrecido su mejor versión y ha mezclado country y rock con inspiración y pasión, ha rayado a una altura inalcanzable, ha carecido de rivales, pero es lógico que el tono más discreto que ha adquirido su trayectoria discográfica más reciente alimentara ciertas dudas al respecto. Sus recientes alternancias en los directos entre el repaso a Copperhead Road, obra maestra que también cumple 30 años, y repertorios normales y diversos también disparaban la incertidumbre, lo hacía todo más imprevisible. Todo muy Steve Earle, por otra parte, ni en los momentos más distendidos o maduros de su existencia estará a salvo del conflicto, de la amenaza. A diferencia de Hiatt, un músico que como decíamos revela sintonía con el mundo, Earle, ya desde su propio lenguaje corporal, exuda, en diferentes grados según la época y el momento, inconformismo, tensión, incluso cierta crispación. Esto fue obvio en los primeros lances de la actuación, donde nuestro protagonista no ocultó su malestar por el deficiente sonido que llegaba del escenario, especialmente en lo referente a su voz, y tuvo un encontronazo con uno de los técnicos, con el que parecía no terminar de entenderse.

Este incidente deslució un poco el primer tramo de concierto. Claro que su apuesta, en estos primeros compases, por tocar temas de su último disco, So You Wannabe An Outlaw (So You Wannabe an Outlaw, Lookin’ For a Woman, The Firebreak Line) un álbum tan digno como alejado de la plenitud creativa de Earle, tampoco ayudó. Afortunadamente, y mientras se confirmaba que no habría tributo a Copperhead Road sino set global, el protagonismo viró hacia el magnífico Guitar Town, uno de los mejores debuts publicados en la década de los 80’s, y el concierto despegó. My Old Friend The Blues y Someday, en particular, refulgieron como diamantes. Muy vitoreada, del incomprendido Exit 0, también resultó I Ain’t Ever Satisfied, no sólo un clásico de Earle, también una declaración de intenciones, casi un himno existencial. Conmovedor fue volver a oírle interpretar Jerusalem, una de sus canciones más emocionantes y delicadas, tal vez su composición más redonda en lo que llevamos de siglo.

A sus habituales The Dukes, banda de acompañamiento, se han integrado The Mastersons, un matrimonio que también graba discos y que aportan muchos matices a las intepretaciones de Earle. El violín que aportan fue una bendición para Johnny Came Lately y Galway Girl, temas de talante deliciosamente tabernario e irlandés, no en vano la primera la grabó con The Pogues, y que lucieron mucho en directo. Como la incendiaria Copperhead Road, que atacó con verdadero frenesí. O como, entre otros interludios vocales dedicados a cuestionar las fronteras o la pena de muerte, haciendo gala de su admirable y habitual vena activista y vocación antisistema, su emocionante reivindicación del poder sanador y revolucionario de la musica frente a las debacles humanas. Fue antes de Christmas In Washington, tema elegido para cerrar la actuación. Pero instantes después, mientras los asistentes, en su mayoría embriagados aún por la emoción, abandonaban el recinto, y las montañas se iban quedando solas, el influjo y el presagio de Earle parecían persistir. El hombre seguirá tropezando, pero la música siempre vencerá.

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