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Guns N’ Roses: la banda que vuelve a reinar

Que todo el mundo tiene lo que merece o que el tiempo acaba poniendo a cada uno en su sitio son dos de las falacias más incomprensiblemente extendidas entre el vulgo. Que la vida es injusta es una dolorosa realidad que cualquiera con dos dedos de frente admite, asimila y combate, si puede. En fin, afirmemos sin temor a equivocarnos que en muchos otros órdenes de la vida este sentido de la aleatoriedad, esta dictadura de la fortuna y la arbitrariedad, resultan más sangrantes que en el que nos ocupa, pero no por ello deja de ser clara e indiscutiblemente aplicable a lo acontecido en la segunda jornada del Download Festival, tras una primera verdaderamente notable y marcada por el gran concierto de A Perfect Circle.

En muchas tandas de conciertos que tendrán lugar este año en España una exhibición de adrenalina, ímpetu y sensibilidad como la ofrecida por la banda californiana de post hardcore Thrice hubiera acaparado focos y sobresalido de entre las demás sin excesivos problemas. Resulta complicado sonar mejor, transmitir tanto, vaciarse más. Esa ligera suavización y vocación melódica imprimidas en su último álbum, To Be Everywhere Is To Be Nowhere, les ha sentado estupendamente, pero lo que predominó en el concierto fue la garra y el colmillo, con temas extraordinarios como la inicial Hurricane. A un nivel ligeramente inferior pero igualmente disfrutable rayaron los explosivos Clutch, con su robustísimo rock con ramalazos stoner y blues. También fueron conciertos dignos de mención los ofrecidos por Bullet For My Valentine o Parkway Drive, muy metálicos, o Viva Belgrado, más escorados al post rock y las atmósferas.

Pero todos compartieron desgracia: coincidieron con Guns N’ Roses. Y no en la misma franja horaria, ya que la organización, con buen criterio, se abstuvo de simultanearlos con Axl Rose y compañía; el sabotaje hubiera sido inaceptable. En cualquier caso, y pese a que las citadas bandas ofrecieron un puñado de buenos momentos y complacieron a no pocos fans, resultaba difícil salir del recinto de la madrileña Caja Mágica, pasada la medianoche, y recordar algo más allá del monumental despliegue de la banda angelina que, casi treinta años después, vuelve a quedarse sin rivales cuando las musas le sonríen. Resulta tentador, tras una experiencia semejante, con la porosidad inflamada y el corazón salvaje, abandonarse a sentencias tajantes y absolutistas. ¿Es Guns N’ Roses la banda que en 1987, con Appetite For Destruction, compuso el mejor debut de la historia del rock? ¿Tal vez la que cuatro años después publicó el álbum doble más excelso de todos los tiempos? ¿Quizá la que acto seguido grabó el disco de versiones más memorable que jamás ha percibido el oído humano? ¿Es Axl Rose el frontman más carismático e hipnótico que ha pisado un escenario? ¿Es Slash el mejor guitarrista que ha existido? ¿Posee Paradise City el mejor estribillo jamás concebido por la mente humana? ¿Es Estranged, en términos objetivos, emocionales y en los que ustedes deseen, la composición más fascinante y embriagadora que nunca se haya incluido en un LP?

Sentencias todas discutibles, naturalmente, pero que cuesta rebatir cuando esta banda pisa el acelerador y ofrece su mejor versión. Desaparecidos del mapa a mediados de los 90’s, y con una formación plagada de mercenarios durante la década pasada y primeros años de la actual, resulta casi un milagro semejante resurrección. Conviene ser justos con esta época turbulenta, no obstante, y revindicar un disco como Chinese Democracy, proyecto personal de Axl Rose muy alejado del esplendor creativo de su primera época con la banda al completo, pero con un buen ramillete de melodías vocales verdaderamente memorables. ¿Disco más sobreproducido y con menos frescura jamás publicado? Incluso en su peor momento, como podemos observar, el universo gunner no ha dejado de incitar extremismo, de llevarlo todo al límite. Algunos de los conciertos de esta época con el díscolo cantante como único miembro original fueron dignos, otros buenos, no pocos lamentables; varios de los mercenarios a nómina aportaron su sello muy decentemente (Buckethead, Tommy Stinson, Robert Finck), alguno pasó sin pena ni gloria (Bumblefoot), otros hacían daño a los ojos (Dj Ashba), pero la añoranza de Slash y Duff era absoluta; su vacío, irreemplazable.

Hasta que, hace un par de años, sucedió. No al completo, faltaron Steven Adler e Izzy Stradlin, pero Slash y Duff, los más icónicos junto a Axl, volvieron a la banda de su vida. Se dispararon las inevitables suspicacias, cundieron las comprensibles dudas, pero, entre otros, el glorioso concierto del Vicente Calderón de 2017 liquidó el debate: Guns N’ Roses volvían a reinar, volvían a ser una banda engrasada, volvían para quedarse. Con el acompañamiento de tres músicos más o menos solventes, entre los que sobresale sin duda el guitarrista Richard Fortus, la banda de hard-rock demostró un año después, con un repertorio semejante y una propuesta igualmente, en el mejor de los sentidos, faraónica y grandilocuente (casi tres horas de duración, pirotecnia…) que están en plena forma, que jamás debieron separar sus caminos, que las casi dos décadas de desunión son un desperdicio doloroso e intolerable.

Lógicamente, los himnos de Appetite For Destruction fueron los más vitoreados por el público. Axl Rose estuvo particularmente inconmensurable en Nightrain, atacándola con verdadera saña. Slash, derrochando su inigualable sentimiento con la guitarra, rayó a un nivel espectacular en Sweet Child O’ Mine. Duff tuvo su momento mágico de protagonismo acometiendo con gracia e inigualable magnetismo New Rose, versión de The Damned. De entre las composiciones épicas de Use Your Illusion, refulgió November Rain, con una hermosa intro y un Axl al piano abriendo su corazón. Es cierto, si nos ajustamos el monóculo, que alguna canción comienza a adquirir un aroma verbenero poco deseable (la versión de Knockin’ On Heaven’s Door, especialmente) y que la exigencia vocal del repertorio provocó que en algún momento la voz de Axl flaqueara (Estranged, Patience), pero el magnífico cantante de Indiana lo suplió con una intensidad encomiable, y con una de las mayores voracidades escénicas que se le recuerdan en muchísimo tiempo. El nivel de confianza, de seguridad y de dominio del escenario, de la noche y hasta del mundo por momentos que pareció alcanzar en la recta final del concierto provocó admiración y perplejidad a partes iguales. Y no sólo con el repertorio de clásicos, también con las versiones (Black Hole Sun, Wichita Lineman, The Seeker…) y con las menos típicas (Shadow Of Your Love, Yesterdays, Used To Love Her…). Podía entonarlas mejor o peor, pero su compromiso con todas y cada una de las canciones fue máximo. Con Paradise City, traca final, la sensación de plenitud, e incluso de suficiencia, era pasmoso. También enorgullecedor. Slash, Axl y Duff daban la sensación de que podían aguantar otras tres horas, de que su nivel de deleite cerrando bocas y recuperando coronas era infinito. ¿La mejor banda del mundo, una vez más?

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