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Festival Cruïlla (viernes, 5 de julio): De indies, multiculturales y drones

Foto: Marta Fort

En plena época estival, en la que cada día es un festival (casi literalmente), el Cruïlla ha buscado la consolidación como referente del mes de julio mirando al indiscutible líder en la ciudad, el Primavera Sound. Y si esa no era la intención, y si ha sido casualidad, pues la verdad la alineación del viernes podría haber encajado perfectamente en las primeras jornadas de la cita primaveral. O del Primavera Club, del cuál cayó Cat Power el pasado mes de diciembre.

Aun a pesar de este acercamiento puntual al público indie, la idiosincrasia del cruce de caminos (cruïlla en catalán) destaca de otras propuestas gracias al eclecticismo y el carácter global de las propuestas, ahondando en un terreno demasiado poco hollado en nuestro anglófilo país. Un halo de multiculturalidad muy del gusto del ayuntamiento de Barcelona, uno de los colaboradores del festival y socio interesado en apropiarse de esta imagen para la promoción de su particular “marca Barcelona”; de ahí que la visibilidad del festival haya sido muy notoria en la ciudad durante las últimas semanas. Algo que, si obra en beneficio del festival, nos alegra mucho; otra cosa será el posterior uso torticero que pueda hacer el consistorio para sus fines. Que si tanto le interesase la música en directo haría mejor en dejar de maltratar el circuito de salas.

Cambiemos de tercio. Al carácter global del Cruïlla cabe unir unas dimensiones manejables: tres escenarios principales, una carpa y un lounge, y un máximo muy máximo de tres artistas solapados. Al fin y al cabo, nadie que vaya a prestar una mínima atención va a asistir a más de ocho conciertos a lo largo de la jornada; lo otro ya es cosa de obsesos de los check-ins y de gente con problemas de atención dispersa. Aunque en este festival no sufrirían el efecto principal de la masificación y la sobredimensionalización del espacio, y podrían cambiar de un escenario a otro en menos de cinco minutos.

Para las primeras horas del sábado, bajo un sol tórrido, escogimos meternos en la carpa-stage El Periódico para disfrutar del folk-pop surrealista y mordaz de El Petit de Cal Eril. El grupo de Joan Pons, dueños de uno de los repertorios más originales dentro del rock catalán, lució una cara divertida, amable y con desparpajo que encandiló al público familiar que se congregaba a la sombra.

A contraluz vimos salir a Cat Power al escenario Deezer, uno de los momentos más esperados del festival tras varios años sin pisar el país y después de la sonada cancelación en el Primavera Club. Su cancionero es generoso y de calado suficientemente hondo como para dejar boquiabierto al respetable y, sin embargo, su actuación tuvo mucho de dispersa y errática, como si no se hubiera aprendido la lección, como si no tuviera la cabeza en Barcelona. El alma, sí, de forma intermitente, y grandes fueron las interpretaciones de Manhattan y The Greatest, pero en un momento se equivocaba de micrófono o miraba al infinito, y esa gravedad se diluía entre algodones. Chad no estaba en su mejor día, eso quedó claro, aunque al público pareció no importarle mucho. Decepción y pena, y la amarga sensación de que, en formato auditorio, la música hubiese encontrado su espacio adecuado.

Ya con la luz del largo atardecer estival como marco, Rufus Wainwright se adueñó del escenario Estrella como pocos pueden hacer: a base de carisma, antes incluso de sentarse al piano; y, como viene siendo habitual en el de Nueva York, antes incluso de empezar su actuación ya se había metido al público en el bolsillo. Concierto en solitario y en acústico, sentado al piano y esgrimiendo esporádicamente a la guitarra, desglosó algunos de los highlights de su reciente Out of the Game (de la cabe destacar una impresionante Jericho) y las acostumbradas visitas al pasado (Do I Disappoint You, Going to a Town, Cigarettes and Chocolate Milk como magnífico cierre), cuyo punto álgido fue Memphis Skyline, encadenado con su visión del Hallellujah como emotivo recuerdo a Jeff Buckley (bueno, todo lo emotivo que puede ser Wainwright, que siempre despoja sus declaraciones solemnes de todo rastro de dramatismo: “It’s a pity we didn’t have sex, but so, I love him so much”): un momento de comunión y de belleza estropeado por un insidioso artefacto que sobrevolaba el público con una cámara a distancia. “Seguro que es un drone estadounidense”, espetó Rufus tras parar la canción.

Triste fue también que el artista pidiese silencio al público “sólo para esta canción. Después ya podéis hacer lo que queráis que, total, sois más que yo”. Tónica habitual en esta y en otras citas, que la aparición del drone acentuó más aún. El déficit de atención afecta mucho, de verdad, al público festivalero de forma alarmante.

En el escenario Time Out, también conocido como la costa de los mosquitos, Billy Bragg presentó su reciente Tooth and Nail con una banda más country que folk en un concierto irregular. La fuerza de Bragg ha estado siempre en su lírica, pero digamos que en un ambiente festivo más bien poco propicio a prestar atención a sus arengas (bastante frecuentes y, cabe añadir, en un inglés muy, muy londinense) caían en saco roto, amén de deslucir el concierto con la ruptura de ritmo y la pérdida de tensión. Como en el caso de Cat Power, habría ganado enteros de haber sido programado en un auditorio cerrado.

Pero como quiera que Bragg es tozudo y combativo, se negó a devolver la guitarra al acabar el concierto, y volvió con la eléctrica en mano para ofrecer un bis más guerrillero a los fieles que aún no habían abandonado el espacio para tomar sitio en el escenario Estrella. Un final que hacía justicia a la garra de uno de los activistas más íntegros de la escena musical británica.

Como bien dicen, Suede parece vivir una segunda juventud. Impostada, seguro; efectiva, también, al cien por cien o más aún, si cabe. Lástima que las canciones de Bloodsports con las que arrancaron tuvieron una acogida más bien tibia; aunque, por otra parte, el ambiente era lo bastante festivo como para que al público no le importase. Ahora bien, todo es rasgar los primeros acordes de Animal Nitrate, Trash o New Generation para desatar el delirio. Tienen el desparpajo y la presencia escénica como para que su regreso no suene a bochorno (también contribuyen que se olviden de Head Music y A New Morning), y Brett Anderson es y será siempre una bestia escénica… a la que la voz ya no da para alcanzar las notas altas de estribillos tan generacionales como Beautiful Ones.

Uno se percata de la grandeza de Standstill en la capacidad de, en una plaza en principio tan poco propicia, llegar a estar a punto (conseguirlo por completo sólo era posible por intercesión divina) de enmudecer a la platea con el espectáculo Cénit tal y como lo presentaron hace poco más de un mes. Sin concesiones, sin Adelante, Bonaparte, ni ¿Por qué me llamas a estas horas?; el concepto tras Dentro de la luz en su estado más puro, única y simplemente. Ganarse el respeto sin caer en el recurso fácil, aun sacrificando la que es, probablemente, una de las mejores canciones de la década. Quizá este trabajo consiga que una apuesta tan árida como la del último disco cale tan hondo como el triple EP que los tuvo girando estos últimos años.

Ya bien entrada la noche, los daneses WhoMadeWho llenaron el espacio Estrella de bases rítmicas endemoniadas y un pandemónium de influencias, una especie de rock blanco con regusto a Motown, marcado por el aporreo orgánico-electrónico de Tomas Barford a la batería y la caja de ritmos. El estudiado hieratismo sobre el escenario funciona como la yesca en la hojarasca estival, y el ritmo infeccioso y lascivo caló entre el respetable, que celebró el dance inteligente de Jeppe Kjellberg, Tomas Høffding (impresionante labor al bajo) y Barford bailando hasta el agotamiento en la xafogosa noche barcelonesa. El éxtasis llegó en la versión del Satisfaction, de Benny Benassi, con regusto industrial y estribillo malsano.

Y ya en mitad de la noche, los brasileños Buraka Som Sistema disiparon cualquier rastro de sueño que pudiesen arrastrar los que aún se mantenían en pie a base de electrónica tribal y arengas que clamaban por la voluptuosidad de la danza, esa extraña energía telúrica que emana de la tierra y atraviesa el cuerpo desde los pies. Un plato no del gusto de todos, en cuanto la radicalidad de las bases y las percusiones, a veces, empequeñecía el trabajo melódico. Aunque, de todas formas, a esas horas la gente no estaba para sutilezas.

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