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Dropkick Murphys: Esta es mi tribu

Algo tiene el punk que es capaz de unir a todos los chicos de barrio del mundo en torno a su hoguera. Los Dropkick Murphys tienen ese lenguaje global en sus venas y saben trasplantarlo a cualquier punto del planeta, sin olvidarse de sus raíces europeas. Nosotros acudimos impacientes a la escucha de los cánticos de guerra de estos yankis, irlandeses y universales.

La manada está ya dispuesta para recibir la descarga musical del año en La Riviera. Pocas veces se encuentra un público tan identificado con la causa defendida encima del escenario. Cientos de camisetas de la banda bostoniana y banderas irlandesas nos recuerdan que todos somos un poco celtas. En CrazyMinds nos gusta lo pagano y queremos disfrutar de los brincos y las voces de los más acérrimos a los Murphys. Situados en primera línea, nos preparamos para lo que nos vamos a encontrar.

La gente comienza la fiesta coreando el nombre de la banda de South Boston. Estalla una explosión increíble de ruido y color cuando una multitud de músicos aparece en escena. Su punk tiene una rabia especial que une a todos los presentes en una espiral de libertad y desahogo de tensiones acumuladas. Es un misterio cómo estos tipos son capaces de hacer temblar tantas a almas desde el primer rasgueo. El punk siempre tendrá vigencia, nada puede ser tan demoledor y veloz.

Los pies no se están quietos, ni se les ocurre dormirse ante la avalancha acústica que estamos presenciando. El aspecto de Al Barr, con su boina de obrero industrial y su Fred Perry nos avisa de que estamos ante uno de los nuestros. Su fuerza en el escenario desvela ese pasado difícil en los barrios chungos e irlandeses de la capital del muy próspero estado de Massachussets.

La tribu se revoluciona con ese punk celta irresistible que se va desmenuzando a base de verdaderos himnos de la clase obrera como The Warriors’ code, Rose tattoo, Walk, don’t run o The Irish Rover. La brevedad e intensidad del género de la banda yanki convierte La Riviera en un espacio de tiempo intenso cargado de mucha mala leche y ganas de diversión.

Uno de los méritos de los Dropkick Murphys es que logran desmentir la simplicidad del punk. Sobre el escenario se agolpan un par de guitarras, a veces acústicas, en ocasiones, eléctricas, un banjo ocasional, una mandolina diabólica, un bajo, una batería atronadora que marca el ritmo, teclados y una representación de la música celta más tradicional a cargo de la flauta y la gaita. Todo eso unido da una energía inimaginable que desembarca en unos añorados pogos de escándalo, pacíficos pero multitudinarios. Disfrutamos como enanos empujando a todo el que se presta a ello, que son bastantes. El suelo de la sala tiembla bajo nuestro pies.

Tras dos temas que hacen saltar nuestra escasa cordura por los aires como son Caps and bottles y The Outcast, aparece el esperado momento estelar de la noche. Scorsese no podía equivocarse. La tribu entona el himno que nos une con devoción y pogos salvajes. I’m shipping up to Boston suena como te esperas: cálida, bailable y muy eléctrica.

Tras el momentazo, descanso y bises apoteósicos. La banda se funde con el público reclamando su presencia. Decenas de chicas bonitas y alguna cresta se unen a los irlandeses de corazón para entonar las últimas estrofas de un encuentro especial entre dos culturas hermanas que hemos mamado la misma leche celta. Los afortunados pueden ver desde las alturas el espectáculo alternativo de hermandad que se cuece en la platea.

The boys are back o Kiss me, I’m shitfaced ponen el broche de oro entre selfies de los bailarines improvisados subidos al escenario con una banda de música cercana y cortés. Los demás nos vamos con una hora y media de cultura celta a cuestas y con ganas de revivir aquel punk que tanto nos gustaba en nuestros tiempos mozos. Los Dropkick han evangelizado a su tribu. Sin duda, yo formo parte de ella. Gracias a ellos, Madrid es hoy más pagano. No todos los días unos druidas de Boston asaltan La Riviera a base de ritmo, pogos y buena cerveza.

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