La última jornada en las dos salas del Apolo se caracterizó por el espaldarazo a las bandas que actuaron en la sala grande, mientras que en La[2] sonaba alguna sorpresa. Los vallesanos Opatov saltaron al escenario dispuestos a pasárselo en grande, y lo consiguieron con creces, contagiando su entusiasmo al respetable que allí se congregaba. Su juventud y la falta de pretensiones fueron claves para descolgarse con un directo desopilante en el que los instrumentos rugían muy por encima de lo aconsejado por la OMS. «Me he olvidado el estribillo, pero es igual, otro día saldrá mejor». Gracia, desparpajo y naturalidad: combinación ganadora para todo concierto garajero que se precie. Lo disfrutamos mucho, y esperamos volver a disfrutarlo en breve.
Muñeco juega en una liga muy distinta, la del post-rock solemne. En la pista, los cabeceos no eran los alocados que se habían visto en Opatov, sino otros hipnóticos, a merced de la furia kraut de la base rítmica y de la mesa, ora meciéndose absortos, las más de las veces con ojos desorbitados y flequillos azotados hacia atrás. La breve carrera de los barceloneses sorprende por el amplio rango que cubren sus composiciones y el colorista tapiz que forman. Sobre el escenario, la música se reconvierte en uno de los elementos de una experiencia (extra)sensorial donde tan importante es la vista como el sonido y se diría que el tacto. Muñeco caminan hacia la trascendencia del lenguaje y con sus primeros pasos parecen haber recorrido ya más de medio camino. Uno de los mejores directos de la jornada, sin duda.
Lower era la apuesta exótica del festival, si se entiende por exótico un país como Dinamarca; en cualquier caso, el único artista internacional fuera del mundo anglosajón. Y este hecho era lo más destacable: Lower se presentan como una actualización del post rock en la segunda década del siglo XXI, pero en realidad apenas entretejen tristes armazones de canciones fáciles sin empaque alguno, de narrativa embarullada, instrumentación deslavazada y bastante alejado a lo que se puede oír en su disco debut (que, aunque digno, tampoco es que sea para echar cohetes).
Cuando llegue el momento de recopilar lo mejor del año, Archie, Marry Me debería estar en todas las quinielas, simplemente por una cuestión de justicia. Los de Toronto, Alvvays, han facturado un debut de algodón y porcelana, que defienden en directo con una formación a la que no le tiembla el pulso. Sin necesidad de aspavientos ni de ocultar sus carencias, la banda capitaneada por Molly Rankin convenció por méritos propios: un repertorio con unas coordenadas en las que se intersectan el shoegaze y el C86, pero del que parte un vector linealmente independiente, un camino multidimensional que genera un espacio por explorar. El show fue diáfano, sin pretensiones y que ofreció 45 minutos de pop sin complejos.
Sin tregua, sin prisioneros. La catarsis a través del ruido que oficiaron Perfect Pussy fue de las que quitan el aliento. El grupo de Meredith Graves presentan una apuesta muy interesante: combinar la agresividad del hardcore con la reivindicación del ruido del noise, una premisa que, a priori, puede parecer excesiva, pero que transita por una frontera hollada por grupos de nuevo cuño (léase Fucked Up) que rehúyen de la vulgaridad de la testosterona para impulsar una narrativa igual de rabiosa pero con forma y contenido sugerentes. Añádase una buena dosis de electrónica y tenemos un buen resumen de lo vivido y experimentado: ruido, rabia, pasión, coronado por una coda en la que se arrancan las cuerdas del bajo y se apabulla la sala con una retroalimentación infinita. Un puñetazo hubiese dolido menos.
Los compatriotas de Alvvays (aunque ninguno de ellos sea canadiense), Ought, se encargaron de cerrar la noche y el festival con un concierto tan afilado como un bisturí en un callejón nocturno. El concierto sonó pulcro e intachable, y la actitud descarada y provocadora de Tim Beeler, el cantante y guitarra, recordaba en ocasiones a un Jarvis Cocker poseído por el espíritu del art rock más anguloso. Today More Than Any Other Day abrió un repertorio que prometía ser más combativo, aunque a mitad de actuación se adentraron en instrumentaciones áridas que hicieron que el público desconectase y comenzase a desfilar hacia sus casas. Se hubiera agradecido un poco de brevedad y concisión, y algo más de brío de cara a la galería, porque en el aspecto musical parecían tener los engranajes perfectamente engrasados. Esperamos que, con un par de referencias discográficas más bajo el brazo, sean capaces de articular conciertos que creen una base de seguidores estable y numerosa.
En resumen, esta edición del Primavera Club ha servido para mantener viva la ilusión y, esperamos, y si las circunstancias económicas y políticas lo permiten, haya servido como primer paso para muchos nuevos grupos de los que oiremos hablar en el futuro.