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Cass McCombs y Frank Fairfield, la cara oculta de CA

Teatro Lara, Madrid.
Dentro del ciclo SON Estrella Galicia.

Frank Fairfield llevaba los pantalones por encima del ombligo – más o menos a la altura de las axilas, sentado – una camisa blanca perfectamente abotonada, bigote, fiddle, banjo, guitarra, su estupenda voz y el mayor brote de country que he visto nunca. Apenas se entendía una palabra de lo que decía entre canción y canción. Y, a pesar de haber abrazado la seriedad/sobriedad de forma intensa, su sonrisa (tímida) era hipnótica. Quizá sea Frank una de esas personas a las que, por carácter, a todos nos encandila ver sonreír.

Subir las escaleras del Teatro Lara, colocarse en una esquinita y escuchar a un señor de Fresno CA. Afincado en Los Ángeles emulando a Lucky Luke mientras entona canciones maravillosas es un plan de lunes complicado de superar. Casi al final del repertorio, Frank, con bastante más tino vocalizando, explica que cuando hablamos de canción americana, igual que hacemos con muchas imágenes icónicas de Estados Unidos, estamos refiriéndonos a algo nuestro. Muy español. Y acto seguido se prepara, se disculpa (por si acaso), y se lanza a interpretar Las Isabeles – canción popular mejicana – en un, me atrevería a juzgar como, perfecto castellano. Dejando a todo el teatro con la boca abierta.

Después de Frank se encendieron las luces. Descubriendo, una vez más, la puesta en escena. El público algo inquieto, algo comenzando la semana, se removía entre las butacas y el recibidor esperando el timbre.

Aquella campana posicionaba de nuevo en su asiento a la audiencia de la noche. Las luces se apagan y la oscuridad suma cuatro personas en escena. Cuatro hombres. Entre ellos, calzado con unas vans half cab negras y una camisa muy Jack White el, casi siempre, malencarado Cass McCombs.

Una vez mencionado Jack White, diría que ¡vaya! McCombs podría ser el resultado de una aleación entre él y Conor Oberst.

Una aleación de algo muy bueno, muy firme, muy eficaz y muy poco permeable.

No fue exactamente el sonido de Big Wheel and Others (Domino Records, 2013) lo que se expuso en directo. Los discos son para escuchar y los directos para interpretar esa escucha previa. Cada parte tiene la relevancia que merece.

En el teatro se dieron cita cuatro intérpretes inquietos, bastante absortos en su labor. Las canciones se sucedían sin establecer apenas diálogo con el público y los chicos, enfrascados en su parte, observándose atentamente, nos regalaban auténticos fragmentos de bienestar.

Yo seguía colgada de aquella barandilla, intentando evitar las palabras del fotógrafo – completamente desconocido – sentado a mi lado. Perdonad que lo añada pero, algunas personas tienen la poca fortuna de acercarse a hablar con los que odiamos las conversaciones durante los conciertos.  Y coincide que procuran hacerlo muy alto y muy mal. Joder.

La baranda del primer piso me sujetaba desde casi el comienzo del concierto. Una tras otra, las canciones del disco de Sean I, Sean II y Sean III, se extendían a lo largo y ancho del escenario. De la ‘sala’.

Lo cierto es que, quizá – como comentó después un amigo – sí que sonase todo más fuerte de lo que debiera. Pero es parte del juego. Que suene distinto. Canciones como Big Wheel, Angel Blood, Name Written in Water o My Sister, My Spouse demostraron suficiencia.

Se podría decir que, en varias ocasiones, el batería de Cass echaba espuma por la boca. Casi literalmente. El ritmo ininterrumpido de los cortes les hacía sonreír en el estrecho intervalo entre uno y otro. Sonreír de agotamiento y de hazaña.

Si bien es cierto que el volumen, sobre todo de la batería, estaba por encima. Se respiraba un aroma a jazz tremendamente íntimo y no hubo incidencias reseñables. No hubo grandes anécdotas, ni coloquio entre audiencia y banda. A veces no es necesario.

A veces no es necesario y está bien. De hecho está muy bien. El silencio y la escucha invitan a uno a pensar en las cosas que le envuelven, en general. Y, al final, ese aporte – marca McCombs – es el recuerdo de una noche genial.

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