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Cass McCombs, sin salida

Fecha: 30 de marzo de 2012

Lugar: Sala El Sol (Madrid)

Foto: Susana Moyano (Cedida por HeinekenPro)

Entre tinieblas. De esa guisa se presentó el pasado viernes la Sala El Sol por expreso deseo de Cass McCombs. Un tipo desgarbado, retraído, que prefiere concentrar sus fuerzas en dotar de color a su voz que en rasgar las cuerdas de su guitarra. Con una propuesta que raya lo funerario, el artista, originario de California, permanece opaco, marcando distancias, sin nada a lo que agarrarse en su hora larga de concierto. Aquí estoy yo, aquí mis canciones.

No era la primera vez que el norteamericano visitaba nuestro país. Sin embargo, el músico, tozudo, insiste en evitar cualquier tipo de contacto con el público. Ocupado en caer en los manidos tics de artista de culto, condena al espectador con su folk de ultratumba, mientras su espigada figura adopta la pose de una sombra sobre el escenario. Ni siquiera cuando agarra la guitarra eléctrica es capaz de escapar de sus miedos. Tanto que termina naufragando en su propio desasosiego.

Dreams Come True Girls y Love Thin Enemy nos arrojan la versión más movida de su registro. También la más alegre. Todo un lujo para un compositor acostumbrado a los ambientes espectrales. La culpa la tiene esa anomalía en su carrera que supuso la edición de dos discos en un mismo año. El experimento tuvo como resultado esa pareja de álbumes titulados Wit’s End y Humor Risk, en los que McCombs intenta demostrar que es capaz de trascender la etiqueta de artista folk. Sobre todo en este último, en el que el pop luminoso y los sintetizadores terminan venciendo.

Un intento que muchos agradecimos en su momento y que abría el registro de este hombre que, secundado por una banda solvente, es capaz de enseñar los dientes (Joe Murder) y lanzarse con aires velvetianos (Lionkiller) en cuanto se deshace de los grilletes de la melodía. El truco está en alargar las canciones, castigándolas con ese desfile a lomos de un acorde infinito. Intentando que de la monotonía surja de vez en cuando la magia.

Por suerte, su empeño en ver la luz al final de túnel recibe sus frutos de vez en cuando. Sobre todo cuando el compositor olvida sus fallidos intentos por parecer un rockero al uso (esa versión del Boney Moronie de Larry Williams rozó lo sonrojante), y vuelve al terreno de las distancias cortas. Aquí suenan Prima Donna, Robin Egg Blue y Home On The Rage. También County Line, su canción más conocida hasta la fecha, que nos entrega a ese McCombs que juega a ser un Jackon Browne romántico, casi bobalicón, enamorado de sí mismo. Folk de ascendida pop, canciones redondas, cocinadas a fuego lento. Un caramelo que permite tragar saliva en un concierto que, después de cincuenta minutos, comenzaba a atragantársele a más de uno.

Si algo podemos sacar en claro del paso de Cass McCombs por la capital es que su música, de efectos narcóticos, conviene tomarla a pequeño sorbos. A eso hay que unirle su falta de empatía, que amenaza con arrastrar sus pequeños momentos de lucidez. En Madrid fueron los menos. Quizás por ello su figura permanece todavía en la penumbra para el público español. Y lejos de ver la salida.

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