Aún me encuentro así: tratando de superar la estupefacción que me causó un concierto de rock. Parece un suceso simple, pero hay experiencias que merecen ser procesadas con calma. Sucede con cosas con muchos matices y ocurre también cuando el rock es sincero y veraz. Tal y como me sucedió no hace mucho en una noche irrepetible en La Riviera.
Para mi sorpresa, la noche comenzó con menos gente de la esperada aunque hay una muy buena entrada. El público se conoce el repertorio y parece no costarle entrar en un juego que se adivina adictivo. Nos gusta jugar con el fuego de las adicciones.
La banda proveniente de Southampton, previo paso por Barcelona, comparece con mucha sencillez y orden. Sin grandes fanfarrias pero concentrados en la tarea. La diversidad de la banda se nota en sus botellas. La de Emma Richardson contiene cerveza mientras que Matt Hayward, que hace unos días nos dedicaba unas palabras aquí, pisaba fuerte con un Crianza de denominación de origen nacional.
A partir de su escueta puesta en escena, todo se transforma en bendita distorsión. Sin pausa, el concierto acelera de 0 a 100. El rock vuelve a renacer salvaje con matices provenientes del siglo XXI. Este renacimiento conjura a toda la sala que se deja llevar por Light in the morning. La música de Band of Skulls pertenece a un legado musical, reformado para convivir con el futuro.
Himalayan desnuda las virtudes de una banda conjuntada al milímetro y sustentada por una batería que tiraniza el espectro sonoro con decibelios descontrolados extraídos de los lugares más recónditos del mejor rock. A su alrededor, maravillan la voz y el saber estar de Emma y el virtuosismo creativo de Russell Marsden a la guitarra que armoniza sus valientes juegos vocales.
Durante You’re not pretty, Bruises o I guess se suceden momentos que nos recuerdan a bandas no tan lejanas en el tiempo. Nos llegan ecos de los White Stripes. Con todas las distancias insalvables entre ambos grupos, la batería desbocada y la guitarra de los Band of Skulls juegan con las mismas cartas de White & White: Contundencia, creatividad y elegancia.
El primer highlight de la noche llega con Sweet Sour, una canción con tantos cambios de ritmo que no te deja indiferente jamás. Suena melancólica pero también despótica. Tiene una profundidad interpretativa que se potencia en directo.
Tras esta perla visitamos Himalayan, una frontera lejana en la distancia pero no en la mente. Eso le sucede al rock de la banda británica. Parece estar mucho más lejos de su fuente de lo que realmente está. Tan solo le separa la distancia y la evolución del paso del tiempo. Ellos muestran una manera innovadora de edificar un nuevo altar en torno a la vieja Gibson. El blues aguarda en una esquina jugando al poker con el pop, el punk y el indie más cañero, mientras el desfile de guitarras por las que se desliza Russell nos evoca tardes pasadas de buena música. Sus niñas malas de seis cuerdas pasan por sus manos con un sonido delicioso y cautivador. Masajes para tus oídos.
Asleep at the wheel, Blood o Ten Men van subiendo la temperatura de una sala que ruge a la hora de directo con más intensidad que en el minuto uno. En el punto más álgido llega el momento sublime de la noche. En ese estado creciente de emoción desbocada por el duende maléfico del rock, aparece en escena ella.
La niña bonita capaz de sonar bien en cualquier punto del planeta. La canción idónea con el mensaje preciso amanece como un rasguño en tu cerebro. I Know What I am es una descarga eléctrica de elegante quejido existencial. El himno se extingue en medio de una llamarada de pasión colectiva y comienza el limbo de los bises.
Los chicos de Southampton reaparecen con caviar bajo el brazo. Cold Fame, Hollywood y esa declaración de intenciones llamada Hoochie Coochie corren el telón de la resurrección del rock en Madrid. Un rock distinto, más refinado y depurado pero con la misma mala hostia de siempre. Su rugido se pudo escuchar en los cuatro puntos cardinales de la capital. ¿Serás capaz de no escuchar su llamada la próxima vez? Piénsalo. El rock ha vuelto.