La segunda jornada del Azkena Rock Festival se presentaba plagada de alicientes y expectación tras el formidable viernes. El esquema resultaba similar: un icono mítico de la música americana con status de cabeza de cartel (Chris Isaak recogiendo el testigo de John Fogerty) y un interesantísimo y diverso ramillete de bandas y solistas, alguno de particular enjundia y prácticamente misma vocación de eternidad que los citados (The Cult). Alguna propuesta de perfil más bajo comenzó a elevar la temperatura, como la ofrecida por Buck & Evans y su palpitante cruce de blues y soul. Otra como la de Bloodlights, formación escandinava comandada por el ex Gluecifer Captain Poon, inspiraba, en cambio, la inevitable nostalgia de la época dorada de aquella escena, y que parece cada vez más alejada e irrecuperable. Loquillo, por su parte, tiró de gallardía, oficio y precisión y dejó más que satisfechos a sus seguidores con su repertorio de clásicos habituales.
El primer momento verdaderamente especial del sábado, no obstante, no llegó hasta la llegada de Patt Briggs a escena. El líder de Psychotica anduvo lejos de ofrecer el concierto más equilibrado y virtuoso del festival pero, a su vez, la inmensa mayoría de individuos que desfilaron por todos y cada uno de los escenarios se quedaron, en términos de aura y capacidad de transmisión, a kilómetros de él. Pocas veces una figura tan a flor de piel, tan atravesada de inseguridad bien entendida, de sensibilidad brutal, se ha colocado ante la audiencia de este festival. Su apoteósica y abrupta aparición, luciendo una corona negra, su mensaje de dedicatoria del concierto a Chris Cornell y su rápida acometida inicial presagiaban algo inolvidable, y desde luego lo ofreció. Lo dio todo, todo lo que tiene, todo lo que le queda. Los despliegues de estupor y lágrimas que iluminaban las primeras filas, tan tristemente marginales en estos asépticos tiempos, conmovían, alimentaban la esperanza, primero en esta banda; después, por extensión, incluso en la especie humana. Sin batería, con algunos sonidos y efectos programados, con la sensación de ser una formación sin apenas ritmo, la experiencia fue tan imperfecta como cautivadora. Resulta duro y chocante que una banda que en los últimos años de los 90’s lograra componer álbumes de rock industrial tan rebosantes de calidad, chispa y emoción como su homónimo debut o Pandemic sobrevivan con semejantes esfuerzos y desamparo. Pero temas tan embriagadores y supurantes de romanticismo fatal como 180º, Oceans Of Hunger o Little Princess dejaron una huella indeleble. Briggs, disfrutando de la complicidad, incluso se fundió con el público y repartió el micrófono entre los asistentes para compartir Ice Planet Hell. Una sensación de ajuste de cuentas, de confianza reactivada, parecía emanar de su figura al despedirse. Lógico. Ojalá no tarden en volver.
A continuación, y mientras el manto nocturno iba poco a poco cubriendo Mendizabala, le tocó el turno al intimismo soul y folk de Michael Kiwanuka. El escenario grande no armonizaba con una propuesta tan introspectiva, sin duda más propicia para un pequeño club o sala, pero el tipo mostró empaque y creyó en lo que hacía. La audiencia no pareció, en líneas generales, muy entusiasta con su despliegue, que no dejó nunca de sentirse algo antinatural en citadas circunstancias, pero, entre otras, brindó una impecable interpretación de su preciosa Cold Little Heart. Thunder, por su parte, sí provocó uno de los climas más eufóricos entre los seguidores con un concierto de hard rock de vieja escuela, ejecutado con tanto rigor como pasión. Tal vez su puesta en escena no sea un derroche de alicientes visuales, y desde luego Danny Bowes no es exactamente un frontman al que le sobre carisma, pero la maquinaria musical apenas dejó espacio para el reproche. Resurrection Day y I Love You More Than Rock And Roll, seguramente la declaración de amor definitiva, fueron dos de los lances más inspirados y excitantes. Por su parte, ya cerrada la noche y mientras se aproximaban las experiencias álgidas de la jornada, Union Carbide Productions y su singularísima mezcolanza de punk y rock psicodélico también resultaron del agrado de los fans más acérrimos de Ebbot Lundberg, quien se reencontraron con este más que reivindicable músico tras su aclamado paso, ediciones atrás, al frente de The Soundtrack Of Our Lives.
Rebasada la medianoche, sin lluvia como en 2010 pero con similar deseo de presenciar un nuevo espectáculo imborrable, la muchedumbre copaba las inmediaciones del escenario principal para volver a rendirse a Chris Isaak, el tipo apuesto de Wicked Game mirado superficialmente, el sucesor indiscutible de Elvis Presley en términos de elegancia escénica, manejo de masas y sentido del espectáculo observado en profundidad. Pero, por encima de cualquier otra óptica, el heredero natural de Roy Orbison en términos de talento compositivo, exacerbado romanticismo y angelical voz analizado con un mínimo de rigor y justicia. Aunque si hay que tirar también de estos conceptos para analizar la actuación, conviene aceptar que el concierto fue tan superior a la mayoría de los espectáculos que ofrecen el resto de mortales como, y duele admitirlo, manifiestamente mejorable. Su tozudez en rescatar sistemáticamente la olvidable Pretty Woman de Roy Orbison es difícil de asumir, aunque imaginamos que el sector felipesco ávido de verbena discrepará al respecto.
Otro detalle que volvió a asomar, aún más agudizado que hace siete años en este recinto, fue su tendencia a imponer su faceta más lúdica y desenfadada, incluso humorística, lo que provoca que el nivel medio del setlist decaiga ligeramente y las cotas de mayor intensidad emocional, el registro donde más deslumbrante resulta este hombre como autor de canciones de larguísimo, aparezcan más espaciadas y con menos continuidad de lo que apetecería. Algo tan perfectamente comprensible como inevitablemente reseñable, por otra parte. Tampoco ayudó una recta final que, excluyendo algún glorioso chispazo como Baby Did A Bad Bad Thing o Graduation Day, abusó del formato acústico, dejando un cierto regusto anticlimático. Que no ahonde más en una cumbre de la música de lo que llevamos de siglo como Always Got Tonight, su disco más indiscutible e inexplicablemente infravalorado, también cabría como pequeño reproche. Fue desigual, en fin, pero cuando apuntó alto, como suele ser habitual, se quedó solo, dominando la estratosfera. Todo lo que sonó de ese bellísimo canto al desamor llamado Forever Blue, uno de los discos más tristes y desoladores de los 90’s, resultó mágico, pura emoción: I Believe, Somebody´s Crying y Go Walking Down There, además de las citadas. La emblemática Wicked Game no por trillada resultó rutinaria; al contrario, la delicadeza con la que la acometió detuvo el tiempo, una de las interpretaciones más deliciosas y magnéticas de todo el festival. Así como su encadenado de One Day con Summer Holiday, tal vez el momento de mayor temperatura íntima, de magia en estado más puro. Genio absoluto, esperemos tenerle pronto de vuelta.
The Cult, encargados de cerrar la jornada, son, por encima de todo, una de las bandas con una discografía más ecléctica, robusta y equilibrada de la historia del rock, tan merecedores como Isaak de encabezar prácticamente cualquier cartel. Pero también son, sobre un escenario, un fenómeno indescifrable, especialmente en lo tocante a Ian Astbury, a quien, de un modo particularmente similar a Axl Rose, se le nota a la legua cuando está enchufado o simplemente cumpliendo el expediente. Afortunadamente, la moneda salió cara, y su concierto fue apoteósico, con proyección de erigirse con claridad la cima del festival si no hubiera sido tan corto, algo que pareció confirmar el minutero, pero tampoco descartemos la posibilidad de que simplemente fue tan bueno que el tiempo pasó volando, como pasa sobre casi todo lo que provoca verdadera emoción y plenitud. Aporreando su pandereta como si no hubiera un mañana y arengando a la audiencia, el frenesí de Astbury fue digno de elogio, y el ligero halo de de carisma decadente, de quebradizo magnetismo, que comienza a adoptar su estampa le sentó como un guante.
La banda abrió fuego con la incisiva Wildflower, cerró con la espléndida Love Removal Machine y, entre medias, la colección de himnos de su carrera fue tan concisa como certera. No faltaron las ensoñadoras She Sells Sanctuary o Rain, de su etapa más siniestra, así como tampoco las arrolladoras Sweet Soul Sister, Fire Woman o Lil’ Devil, frutos de su cópula ya indisimulada y definitiva con el rock más impetuoso. Incluso los temas de su último álbum, uno de los menos impactantes que han grabado nunca, parecieron adquirir brío sobre las tablas, y se integraron más que dignamente en el repertorio. Estuvieron todos bien, la ovación colectiva fue merecida, pero un arrodillamiento generalizado ante la estampa de Billy Duffy hubiera sido una consecuencia lógica. El recital que dio con la guitarra fue bárbaro e imponente. Era tal el subidón de adrenalina, la incandescencia ambiental, que algún misil del calibre de Rise, Soldier Blue o Sun King rubricando el set hubiera sido una puntilla formidable, un cierre impagable a lo que ya de por sí fue un concierto extraordinario, infinitamente superior al de 2011. Espina extraída con la mayor de las satisfacciones. Así como la del sonido deficiente que ya comentábamos en la crónica del viernes; la ecualización, nitidez y potencia de casi todos los conciertos fueron las óptimas. Si añadimos también un detalle ya algo menor pero sintomático como la impresión general de esmero que desprendían las instalaciones y los servicios en general del recinto, resulta inevitable no sólo comenzar ya a pensar en el próximo Azkena; también ilusionarse.