InicioCine – ArchivoDÍAS DE VINO Y ROSAS (Blake Edwards, 1962)

DÍAS DE VINO Y ROSAS (Blake Edwards, 1962)

Siempre supone una apuesta arriesgada el embarcarse en una película con escasos personajes, confiar en la interpretación y colocar el peso de la historia en el guión sin otros recursos estéticos o narrativos. Sin embargo, si la apuesta se culmina con éxito, se consigue un film como los de antes, como el que consiguió Blake Edwards con Días de vino y rosas en 1962.

Afortunadamente la película no sucumbió a la manía española de aquella época de cambiar su título para nuestros carteles. Días de vino y rosas es el epígrafe perfecto para resumir este descenso a los infiernos del alcoholismo. Joe Clay (Jack Lemmon) es un relaciones públicas de una empresa, descontento con su trabajo, que conoce en una fiesta a Kirsten Anderson (interpretada por Lee Remick, a quien ni siquiera la magnífica actuación de Lemmon consigue hacer sombra). Tras enamorarse, se casan y comienza la historia de su adicción, una espiral de autodestrucción en la que Clay arrastra a su esposa sin darle oportunidad de salida. El alcohol se convierte en el motor de su relación que sirve para mostrar los peores momentos de la naturaleza humana, de las justificaciones de las debilidades y la necesidad de sobrevivir.

Días de vino y rosas es una película de diálogos y silencios construida sobre los primeros planos de sus dos protagonistas. Los personajes secundarios se convierten en herramientas que sirven para seguir la historia del matrimonio. Muy alejado de su habitual registro cómico, Lemmon logra uno de los mejores papeles de su vida gracias en gran medida a la química que demuestra con Remick y que hace que las escenas juntos los saquen casi literalmente de la pantalla. Como ejemplo y sin querer avanzar demasiado de la trama, no pueden perderse la escena en el motel, habla por sí sola. Junto a ellos, la principal protagonista es su adicción. El alcohol está presente en todo momento, desde el primer plano hasta el final (también inolvidable). En un principio de una forma suave, casi dulce, como el brandy con chocolate con el que Clay inicia a Kirsten en su primera bebida. A lo largo de las dos horas que dura la película, su presencia coge fuerza, se afianza hasta mostrarse de la forma más brutal, en una botella de ginebra de la que ella bebe directamente porque sin alcohol “ve el mundo muy turbio”.

La dirección de Blake Edwards en su incursión dramática después de una carrera cómica triunfa por su sencillez y la facilidad con que desarrolla la historia. Los siete años de matrimonio de los Clay transcurren con un uso exquisito de la elipsis temporal sin que echemos de menos la parte de trama obviada en los saltos, bien gracias al crecimiento de su hija o en las referencias de los diálogos. Siempre es de agradecer que el director confíe en el espectador y no acuda al socorrido rótulo de “tanto tiempo después”.

Días de vino y rosas se ha convertido en un clásico imprescindible; en una de esas películas que solo se entienden en blanco y negro y que no puede dejarte impasible cuando te lanza frases como: “Éramos una pareja de borrachos en un mar de embriaguez y el barco se hundió”.

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